COMUNIDAD Y COMUNICACIÓN, PARTICIPACIÓN Y SOLIDARIDAD



Jorge Yarce



En su etimología griega, los términos comunidad, comunicación y participación tienen  el  mismo  origen  en  la  palabra griega koinonía (comunión, puesta en común). No es una simple coincidencia verbal. Que el hombre sea constitutivamente un ser social significa, ni más ni menos, que su vocación es la interdependencia con los demás, la colaboración, el compartir, el contribuir a los otros, con quienes vive en permanente contacto. Y todo ello lleva a la solidaridad.








Pero la comunidad se realiza en sus instituciones: la familia como raíz primaria de la solidaridad; la empresa como ámbito de la productividad; las instituciones educativas como ámbitos de la formación para el trabajo productivo y para la vida social; las instituciones asistenciales, o culturales, que cumplen objetivos complementarios e indispensables; y la instituciones políticas   y jurídicas que obran con autoridad reguladora de las diferentes instancias: Congreso, Gobierno y Poder Judicial.







A su vez, podríamos decir que para que de verdad las instituciones sean comunitarias, deben orientar toda su actividad   al   bien   común,   no   a   los intereses  particulares,  deben  acatar  una ley común, deben poseer tareas comunes, ofrecer resultados comunes y tener una vida y unas relaciones comunes.







En un “estado comunitario” hay esferas de autonomía claramente delimitadas para cada uno de los 3 sectores: público, privado y social, junto con una real descentralización de los poderes públicos y  de  la  administración  en  general. Además, esa comunidad se va desarrollando progresivamente sobre elementos básicos como el diálogo, las alternativas en todos los campos, la confianza entre los actores sociales, la responsabilidad, la iniciativa y la libertad que abre espacios constantemente.









En un estado así, no hay tanta separación entre lo  público  y  lo  privado  como  ocurre  en  un estado neoliberal. Tampoco se da una primacía absoluta del mercado ni las relaciones se rigen sólo por normas contractuales (de ahí el predominio  de  las  reivindicaciones  y  el deterioro de la familia).









En una comunidad auténticamente tal, se piensa mucho más en el Proyecto Común marcado por la participación ciudadana a todos los niveles y en todos los campos, y se centra la atención en construir esa comunidad, no tanto sobre reglas formales  de  convivencia.  Sobre  ellas  se sostiene un sistema político coherente, con instituciones que refuercen, al mismo tiempo, la solidaridad, la autonomía y la vida pública basada  en  valores,  lo  cual  no  convierte  al Estado en guardián de la moral.









No podemos olvidar que los males sociales tienen origen casi siempre un origen moral o conducen a situaciones de corrupción, en cuya base hay siempre crisis de valores y principios, problemas éticos, que no se resuelven con medias económicas o sociales sino con un compromiso moral de la persona y de los grupos.








Urgencia de solidaridad







La solidaridad sólo es posible entre personas que en su conciencia –en su interioridad– sienten el llamado de algo que vale la pena y apuestan por ello: construir juntos un modo de vida.








Vivir  la  solidaridad  implica  mucho  más  que tener una sensibilidad social epidérmica reducida a mirar desde lejos la pobreza, la injusticia, la discriminación, la distancia entre las clases sociales, los problemas del propio país o de la sociedad actual. Es construir con los demás una sociedad en la que la calidad de vida sea una oportunidad posible para todos.









En  derecho  la  obligación  solidaria  es  aquella que afecta a todos y a cada uno, porque cada uno debe responder por todo si los otros fallan. En lo social equivale al compromiso que nos  une con todos, por el cual yo tengo derecho a esperar de ellos, pero ellos, igualmente, a esperar de mí.









Ante el otro como persona no basta con reconocer la interdependencia. Es necesaria la colaboración, acto propio de la solidaridad. Es la forma de superar el individualismo egoísta, que antepone el propio bienestar al de los demás y, en el plano social, subordina el bien común a los intereses de grupo, de partido, de empresa, etc.









No se puede comprender bien la solidaridad si no se acepta que va indisolublemente unida a la libertad comprometida y a la participación como reclamo básico de la vida en sociedad. En este sentido, nuestra sociedad debe dar un giro radical.









Convertir las organizaciones en sistemas de cooperación, en redes de interacción y trabajo que logren sus objetivos económicos,   sociales   y   culturales,   es decir, que logren la eficiencia y la eficacia combinada con la justicia y la equidad, y con la realización de principios y valores que dan sentido a la vida humana y al trabajo.









De esta manera se ve más clara la responsabilidad social de la empresa, su carácter como organización que cumple una tarea específica de cara a una comunidad también específica. No es su finalidad sólo el beneficio económico, que forma parte esencial de su razón de ser pero que no se reduce sólo a eso.









Realmente el beneficio es la totalidad de lo que se obtiene en la empresa, no únicamente la contribución como trabajo y la retribución como salario. Si el desarrollo económico y los beneficios de la empresa no son para todos, no será ella un sistema de cooperación y un ámbito de solidaridad.








La solidaridad debe defenderse frente a posiciones individualistas que proclaman la libertad de mercado sin límites. No se puede dejar que domine en la vida social la lógica implacable del intercambio cuando    puede    estar    amenazada    la supervivencia de los grupos sociales y de las personas. Estas no se pueden equiparar como se equiparan e intercambian las cosas. La solidaridad tiene que estar regida muchas veces por  la  lógica  de  la  gratuidad.  Y  ¿qué mecanismos existen para fomentar la solidaridad?








Para concluir esta breve reflexión, y siguiendo a Argandoña, se nos ocurren cuatro: premiar la productividad que atiende a necesidades de la sociedad, remunerar en razón a la escasez del recurso, promover el ahorro, la cooperación, la laboriosidad y la iniciativa; y estimular la competencia. Yo añadiría: trabajar por valores en todos los campos, con un compromiso serio con la comunidad.








Sobre una arquitectura de fondo que consiste en convivir, cooperar, servir y participar, todos necesitamos que los demás nos brinden eso y ellos necesitan de nuestro compromiso y nosotros necesitamos del suyo.







“Para construir la solidaridad que queremos se necesitan cambios sociales, no sólo superficiales, sino estructurales, cambios que, partiendo de lo más profundo de nuestro ser, vayan transformando nuestra sociedad.» (Juan Pablo II).









Y la Declaración de la ONU sobre los Derechos Humanos dice: «Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad» (art. 29,1).









Nadie puede, hoy en día, declararse eximido de la obligación de trabajar por el bien común o de supeditar los interese o bienes particulares al fin social o bien común. Eso debe llevar a mirar con interés la política y la vida pública, y a procurar que los propios bienes tengan una finalidad social. De lo contrario, nos quedaríamos como espectadores de un cambio que se hace sin nosotros.









El futuro será sostenible −no sólo en sentido ecológico-  en  la  medida  en  que  todos trabajemos por la calidad de vida para todos, sin  discriminaciones  de  ningún  tipo.  No  se puede vivir de espaldas a la sociedad y estar en actitud de reclamo frente a ella. Hay que tomar partido y, desde luego, contribuir al cambio social y a la solidaridad desde el ámbito de trabajo de cada uno.

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