LA HONESTIDAD

 Jorge Yarce


Conducta recta, que lleva a observar normas y  compromisos  con  un  cumplimiento exigente por parte de sí mismo, teniendo en cuenta principios y valores éticos.




La práctica de los valores, y muy especialmente de los de tipo ético, busca que el mejor “negocio” de las instituciones y empresas sea contar con gente honesta, es decir, moralmente íntegra, coherente, recta, leal, a prueba de corrupción. En la práctica, la integridad es la prueba de fuego de todos los valores. Si ella se da, el proceso de su construcción, de la vivencia estable, en una organización, acaba bien.



De lo contrario, se llega a organizaciones “técnicamente” perfectas, que responden al sistema formal adecuadamente, pero cuya debilidad proviene de un sistema humano deficiente, que no es coherente en cuanto a practica de los principios y valores que se profesan o, simplemente, porque no se les da importancia.



No es extraño hoy en día encontrarse funcionarios con un alto desempeño profesional que se han dejado arrastrar por un ambiente de corrupción y roban con guante blanco en el Estado o en la empresa privada. O que se hacen nombrar para lograr sus objetivos torcidos.



Se ha vuelto tan común registrar en los medios de comunicación los fraudes, chantajes, sobornos, desfalcos, enriquecimientos  ilícitos  y demás  delitos  y violaciones a la ética, que la sociedad se ha acostumbrado a pasar por alto las altas condiciones morales que deberían exigirse a gobernantes,  políticos  y  funcionarios públicos y privados.



Casi en ciertos momentos el criterio de selección favorece al que ha robado menos, porque no hay con quien contar. “Comisiones”, “participaciones”, “tajadas”, “adelantos”, “mordidas, “untadas”, “sobres”, “estímulos”, y otras “curiosidades” que se emplean para inclinar la balanza a favor de determinados  intereses,  contra  el  bien común y contra los principios y valores éticos.



A veces, en los procesos de selección de personal  no  se  suele  ser  muy riguroso  en este punto, porque parece que no es fácil detectarlo.   Lo   sería,   si   la   selección   en general tuviera más en cuenta una serie de valores y antivalores que, adecuadamente sometidos a comprobación, pueden arrojar indicios de que una persona tiene debilidad en el campo de la honestidad. No como fruto de una preocupación aislada sino como resultado de una política de valores en toda la organización.



El ambiente de permivisividad social y la creciente corrupción ayudan a aflojar el resorte   morales   de   una   comunidad.   La familia es el primer ámbito en el que se observan conductas que si no se corrigen a tiempo,   hacen   carrera   en   la   vida   de   la persona (pequeños robos, mentiras sobre el manejo del dinero, esconder lo que se daña culpablemente, deslealtad en la amistad, falta de sinceridad con padres y maestros, etc.).



La integridad se relaciona directamente con la justicia, que se ve vulnerada con las acciones poco honradas o que revelan la discordancia con los principios y valores. Este valor arraiga en la persona y da lugar a unas convicciones sobre lo que está mal hacer y lo que está bien hacer.



De cara a los demás, surge un mecanismo de confianza en la persona íntegra y da tranquilidad porque se sabe que ella respeta el bien ajeno y los derechos de los demás. Aquí   el   precepto   kantiano:   “obra   de   tal manera que tus actos se conviertan en regla para los demás”, se aplica plenamente.





No se puede ser más o menos honesto


Un  trabajo  profesional  realizado  faltando  a los principios y valores que uno dice haber aceptado como guía de su conducta, es una forma de faltar a la integridad: queda incompleta nuestra rectitud y obramos con una ética a medias.




En este valor no se puede ser más o menos honesto, o medio honesto, más o menos recto, o más o menos honrado. La corrección propia  de  la  persona  honrada  es  auxiliada por  la  existencia  de  un  código  o  acuerdo ético en la organización, que motive la vivencia de los valores por invitación, no por imposición. Eso lleva a que una persona vive de acuerdo a como piensa y no a que piense de acuerdo a como vive.



Ante las faltas de ética de los demás, la persona honesta es franca y directa: no entra en negociaciones sobre los principios, sino que reclama su vivencia, con respeto pero con firmeza.



Obviamente, si se trata de una persona que vive la honestidad apoyada también en sus valores  religiosos,  tendrá  como  testigo  de sus actos a Dios y procurará no deshonrarlo con faltas a la rectitud en el obrar. Su peor engaño  sería  hacer  cosas  indebidas pensando que están bien, porque le daría carta de naturalidad a la deshonestidad y revelaría poca formación de su conciencia moral.



La persona honesta genera en torno a sí una atracción basada en la credibilidad que generan sus actos y su conducta. Si se trata de una persona en función de liderazgo, con mayor razón es seguida en virtud de su integridad moral más que por otra de sus cualidades. “El secreto de mantenerse joven es ser honesto…” (L.Ball)



Cada día vemos en la prensa como caen ciertos ídolos deportivos fruto de la deshonestidad al romper las reglas del juego y usar, por ejemplo, drogas que les permitan resistir el cansancio físico. Esas personas, además  de  producir  en sus  seguidores  un completo desencanto, se están haciendo a sí mismas un enorme daño.




El hecho de que tal vez la primera vez un acto deshonesto se cometa con la falsa disculpa  de  que  no  lo  están  viendo  los demás, más temprano que tarde se  vuelve contra la persona que así razona.



Relación con la justicia


La persona honesta vive ante todo la justicia en  palabras  y  acciones  y  en  sus compromisos profesionales, de amistad y sociales, especialmente los deberes ciudadanos y de solidaridad con los demás.



Parte del estricto cumplimiento de sus deberes para desde ahí dar ejemplo a los demás. Por eso la persona honesta no sólo lo es, sino que lo parece, porque los demás lo pueden comprobar    muy fácilmente. Además, la persona honesta no se limita únicamente a lo mandado por las normas legales.



Aunque lo que es objeto de su conducta no esté mandado por las leyes, sino incluso permitido, no lo hace por delicadeza de conciencia,  por  convicciones  éticas (“Aquello que las leyes no prohíben, puede prohibirlo la conciencia honesta”-Séneca).



La  honestidad  se  convierte,  así  entendido este valor inseparable de la integridad, como un buen “negocio”, en el sentido de que la persona nunca se arrepentirá de ello aunque económicamente pueda acarrearle la pérdida de oportunidades económicas.



El aparente triunfo de los que negocian sus principios y de quienes ponen en segundo lugar la honestidad en sus actuaciones, es muy pasajero. Cuando se descubre de qué estaba hecho ese logro, quedan marcadas esas personas para siempre con el sello de la deshonestidad.



También es inseparable de la entereza, de la lealtad, de la veracidad, de la transparencia, de la rectitud de conciencia. Y se enfrenta al engaño, la deslealtad, el fraude y el robo, la corrupción,  la  mentira,  y  a  toda  actuación que margina los principios y valores para regirse  únicamente  por  el  interés  propio  y por una ética relativista y acomodaticia.




En la adversidad se pone a prueba la honestidad (persecución, calumnia, difamación, deshonra, injusticia, fracaso, enfermedad, dolor, etc.). “La adversidad es el juicio de los principios. En él una persona conoce de verdad si es honesto o no” (H. Fielding)

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