Cultura del ser, dar y servir

Jorge Yarce


El   principal   activo   de   cualquier   grupo humano –familia, empresa, sociedad– son las personas. Parece una verdad de Perogrullo pero es así de elemental. Lo que ocurre es que las personas no están nunca completamente desarrolladas, terminadas o acabadas como puede estar un mueble o una joya.


 Constituyen un potencial ilimitado, con reservas   siempre   renovables,   lo   que   no ocurre con otro tipo de “recursos”, término éste que resulta inadecuado para denominarlas. Sería mucho mejor hablar de talento humano, capital intelectual o capital humano, potencial humano o de crecimiento personal.





El talento humano crece a través del trabajo como  dedicación permanente  y comprometida en la obtención de unos resultados que implican beneficios económicos o de otro orden, satisfacción personal y servicio a la sociedad. El trabajo en la primera fuente de realización y despliegue de las posibilidades humanas y, a la vez, de autoestima y reconocimiento por parte de los demás.





La persona a través del trabajo se hace merecedora de estima por sus logros y por su esfuerzo en cumplir lo que ella misma, –y los otros también– espera de sí. Esto es lo que se ha denominado el papel de las expectativas en el desarrollo personal. Dicho con otras palabras: lo que yo quiero ser, lo que  espero  de  mí,  lo  que  constituye  mi propio sueño de futuro, es tan determinante como lo que quienes me rodean (colegas, familiares y amigos) piensan que yo voy a ser o puedo llegar a ser.




Si nos miramos en un espejo todos los días, vemos inmediatamente lo externo, comprobamos que conocemos algo de nosotros mismos, pero ese algo esté detrás de la piel. Esa imagen es incompleta porque, como expresa Mark Twain en una de sus obras, “en todo Juan hay tres Juanes: el que él cree que es; el que los demás creen que es; y el que realmente es”. Podríamos decir que hay dos Juanes más: el que él quiere ser y el que él puede ser en el futuro. Si nuestra mirada al espejo no se queda en lo físico, en lo epidérmico, en lo superficial de nosotros mismos sino que va al interior, nos daremos cuenta de que lo más importante es lo que no alcanzamos a ver: inteligencia, afectividad, voluntad, libertad, deseos de felicidad, afán de servir, entusiasmo por la vida...




Lo más valioso de la persona no es tangible, no   se   puede   acariciar   físicamente:   son bienes interiores     –amor, fe, libertad, dignidad...– Pero, a veces, lo olvidamos y tratamos de manipular esos bienes como si fueran objetos o los confundimos con cierto tipo de cosas que van unidas a  ellos.  Por decirlo con un ejemplo, si no salimos a la calle con dinero en el bolsillo, bastante más de lo previsible e incluso cuando no vamos a necesitarlo para nada, es señal de que sin dinero nos parece que no podemos ir a ninguna parte, lo cual ya no es tan cierto.




Lo anterior se explica por el papel que juega en la vida el tener (tener cosas, tener dinero, tener inteligencia, tener amigos...). pero de ninguna manera “yo soy lo que tengo”, como tampoco  “yo  soy  lo  que  hago”,  así  me  la pase haciendo algo todo el día.




El ser humano necesita interiorizar lo que hace, en una palabra obrar, es decir, lo que queda dentro de sí en sus acciones, que lo conducen   no   sólo   hacia   un   resultado externo, hacia las cosas que produce o al servicio que presta, sino hacia sí mismo, retornan a él con un valor agregado, un incremento que, tomado integralmente, podemos llamarlo crecimiento personal.




La conducta se estructura en torno a fines, no en torno a circunstancias o a cosas que son medios, como pasa con el dinero o con el trabajo mismo. Por eso el dilema de si trabajamos para vivir o vivimos para trabajar sólo puede resolverse a favor de lo primero. Lo otro es una deformación que lleva al activismo, o sea, a un hacer incesante en razón de los resultados económicos, sin equilibrio  interior,  sin  salud  espiritual.  En esos casos se  trabaja por el trabajo mismo, como si este fuera la finalidad última de la vida y todo lo demás se subordinara a él.




“La peor miseria del hombre no es no tener sino no querer (Thibon). Son más graves los problemas   que   engendra   la   falta   de   un querer, el no saber exactamente lo que queremos en la vida, que los problemas que genera el no tener cosas materiales o dinero. Aquellos problemas necesitan un remedio mucho más complejo que estos otros.




Los problemas del querer son, en el fondo, no saber dónde está o debería estar nuestro corazón. De ahí su interacción con los afectos, sentimientos, pasiones y motivaciones, hasta con las simples ganas de vivir. No es, pues, extraño afirmar que “un corazón desorientado es una fábrica de fantasmas (San Agustín).




Si mi principal preocupación es ser lo que quiero ser, el tener se desplaza a un segundo lugar, como también se desplaza el estar : estar bien, estar tranquilo, estar cómodo, estar  satisfecho...  Visto  de  este  modo  el verbo estar, en español, es menos fuerte que el verbo ser. Este tiene una carga profunda que incita a escarbar en lo humano, a acometer la tarea más de difícil, la de autocomprendernos y trabajar en la construcción de nuestra personalidad.




La  cultura  y  los  valores  personales  y  la cultura y los valores de las organizaciones, pugnan  constantemente entre  el  tener  y el ser. La cultura del tener es materialista y consumista, partidaria del éxito como fruto exclusivo del resultado económico positivo.




La cultura del ser es más bien interiorizante y espiritual:   busca   la   satisfacción   de   la persona  en  términos  de  sentirse  más  o menos feliz, aunque no disponga de muchos bienes económicos. Incluso la sobreabundancia de estos tiende a ahogar la agilidad interior de la persona, recorta su libertad por tener que estar constantemente eligiendo entre muchas posibilidades.




El problema principal de la existencia human no radica tanto en cómo hacer las cosas sino en para qué las hago. Frankl nos recuerda la conocida frase de Nieztche: “Quien tiene un porqué para vivir, encontrará siempre el cómo”. Lo importante no es saber de qué se vive sino para qué se vive.




En la cultura del tener predominan el capital como patrimonio, el dinero, la rentabilidad, y el crecimiento como aumento de riqueza y de poder, lo  mismo que el afán de poseer y de dominar.




Desarrollarse   se   confunde   indebidamente con  ser  capaz  de  poner  los  medios científicos   y   técnicos   al   servicio   de   la máxima producción económica posible. La empresa es, en este enfoque, una máquina para hacer dinero y “los negocios son los negocios”, donde no caben consideraciones de otro orden. Son las empresas sin alma, inhumanas, en las que todo se subordina al beneficio material.




En la cultura del ser, el principal capital son las personas como el centro de cualquier organización y el eje alrededor del cual se construye la cultura corporativa. El trabajo produce  beneficios  económicos  pero  éstos se subordinan al crecimiento personal y a la proyección social de la empresa.




Digamos que al beneficio se agrega valor con el servicio entendido como mejoramiento humano y social. Así vistas las cosas, en la empresa toda aportación es beneficiosa, no sólo la que proviene de las utilidades. Por eso en ella juegan un papel decisivo los principios  y  los  valores  que  orientan  el trabajo de todos.




La cultura del ser se orienta al dar como hábito permanente en la persona: la generosidad, fruto de la apertura a los demás y de la donación de sí mismo como actividad que nos hace trascender. En el fondo, al hombre no le basta tener o poseer cosas, conocimientos o virtudes.




El hombre tiene que ir más lejos, salir de sí, y esto sólo lo logra con el dar, con el donar, con el dar sin perder lo que se da, lo que se tiene, proceso en el cual surge la entrega, que no necesariamente está ligada al tener, porque  puedo  darme  sin  tener  mucho  que dar en el orden material.




Cuando la generosidad se pierde y el tener es amo y señor del pensamiento y del obrar, tiene sentido la expresión: “Esta persona es tan pobre que lo único que tiene es dinero”. Y al contrario, cuando la generosidad es el amor y señor del pensamiento y del obrar,  tiene sentido un comportamiento como el de la Madre Teresa de Calcuta quien, al decirle alguien “Lo que usted está haciendo yo no lo haría ni por un millón de dólares”, reaccionó diciendo: “Yo tampoco lo haría por ninguna suma”.




La   persona   da   porque   es   un   ser   con intimidad,  que  se  abre al  otro,  un  ser  que comprende que su vida como tarea es añadir al tener el dar, y esto es amar, amor que resume todas las actitudes del hombre, un amor  recíproco  que  dignifica,  que  no  se cansa de dar, que  comparte y colabora, con la esperanza puesta más en los otros que en sí.




Hay una íntima conexión entre el ser, el dar y el servir. Este último constituye un referente concreto y vinculante del trabajo humano, indicando que,  además  del perfeccionamiento propio que le brinda a la persona que lo ejecuta, su sentido pleno lo adquiere la orientación     a satisfacer necesidades y aspiraciones de los otros.




El servicio viene a identificarse con la calidad como sello que se imprime validando una cadena de actos de servicio, corroborados con   la   satisfacción   de  aquel   al   que   se prestan, bien sea éste un familiar, un amigo, un compañero de trabajo o un cliente o usuario de la empresa para la que trabajo




Propio de la cultura del ser   es servir, así como de la cultura del tener es propio el poseer con miras al disfrute individual, a la autosatisfacción con tintes egoístas.




Aunque a través del servicio  se entregue un producto o se brinde algo tangible, como se trata de un contacto entre seres humanos, entre personas, el servicio es un intangible, una forma de expresión del trabajo.




Es obvio que cuando lo que se tiene son conocimientos o cualidades interiores, se trata de una forma de tener no opuesta al ser. Aquí insistimos en la forma de tener cosas, de poseerlas como objeto de disfrute. Y no porque  no  le  sea  lícito  al  hombre  tenerlas sino porque   la persona está llamada a trascender esa posesión, a dotarla de su propia espiritualidad, poniéndola a disposición de su ser. El hacer, la actividad productiva, conduce al tener y éste sólo se dignifica en la medida en que tengo para mejorar mi   calidad      de vida no para envilecerla o rebajarla, en la medida en que soy.




En  resumidas  cuentas  yo  no  soy  lo  que tengo, ni lo que hago, ni en lo que estoy o como estoy. Soy lo que soy en cada uno de mis actos y lo que me propongo ser en el futuro, es decir, un núcleo íntimo y abierto de vida,  autocontrolado  y  libre,  desde  el  cual doy sentido a todo aquello que es resultado de mi trabajo o con lo que me relaciono, sean personas o cosas. Dar para servir o servir para dar se resuelven en lo  mismo, ya que el corazón de la donación o del servicio es un puente   con   los   demás   vistos   como   un alguien merecedor de esa conducta por mi parte.




Dar y servir conectan con un valor imperativo para la construcción social que debe salir de los pasos del hombre en su trabajo: la solidaridad humana. Ser solidario no es tener un sentimiento más o menos epidérmico de la necesidad ajena y del deber de ayudar al otro. Es un vínculo mucho más consistente: la obligación solidaria en derecho es aquella en la que responde cualquiera de los que la ha  suscrito.  En  términos  de   solidaridad, todos somos responsables de todos




Eso  quiere  decir  que  necesitamos  a  los demás y ellos nos necesitan. Y el punto de encuentro es el trabajo, servir en lo que podemos servir, dando ahí lo mejor de nosotros  mismos  y de  nuestros  esfuerzos. Es algo que está al alcance de todos, no sólo de los que tienen el privilegio del conocimiento profesional, de la adquisición de habilidades o del desarrollo de capacidades específicas. Todo esto hace que la persona progrese hacia adentro, crezca. Que no es otra cosa que desarrollar hábitos de hacer bien las cosas, los cuales se convierten en virtudes, es decir, en modos estables de obrar, tan arraigados que operan inconscientemente, sin que por ello le reste valor   o   mérito  al  esfuerzo   que  hace   la persona por adquirirlas.


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