Los
cambios en los estilos de mando corren paralelos a la implantación de teorías
administrativas que destacan mucho más la participación de la gente y su
empoderamiento y que demandan un
cambio profundo en
las formas de concebir el ejercicio de la autoridad.
La visión del
gerente autoritario cede paso cada vez más al gerente líder del sistema humano
de la organización. Pero no dejan de existir directivos “tiranos”, a veces
cargados de títulos académicos pero que tratan a la gente como “esclavos”.
Mientras más poder tienen más violentos son en el modo de ejercerlo
La
autoridad no debe confundirse con el poder que da la organización, es decir la
estructura formal, propia del sistema técnico tradicional al mirar la empresa
como un mecanismo que funciona de una determinada manera para obtener los
resultados esperados. La autoridad- moral es aquella que no viene precisamente
del ejercicio del cargo
sino de las
cualidades morales del sujeto de su experiencia o ascendencia sobre
la gente, como
de la autoridad real de quien
logra que efectivamente se hagan las cosas que deben hacerse.
Frente
a la autoridad-poder el cambio que se propone es ejercer la autoridad-servicio
y la autoridad-prestigio. Es decir, que en lugar de imponer las cosas en nombre
del mando que se ejerce o se detenta por las funciones propias del cargo, se
trata de lograr que se hagan, siguiendo unas orientaciones y respetando las
funciones de cada uno,
sin necesidad de
estar ordenándolo explícitamente en cada momento sino en virtud de una
actuación libre y responsable.
La
autoridad-poder se simboliza en el “aquí mando yo” que se esgrime para recordar
a los demás quién la detenta. La autoridad-servicio no está con
la obsesión permanente
del ejercicio del poder sino en
función ayudar a los demás a conseguir
sus objetivos y
los del grupo,
que tiene siempre como referencia a quien dirige, a la manera como los
músicos de una orquesta siguen el movimiento de la batuta del director. La
autoridad-prestigio es complemento de la autoridad-servicio y consiste en que
la motivación que lleva a obedecer órdenes con base sobre todo en la influencia
personal que ejerce quien dirige, en su ascendencia ante los subordinados, en
su ejemplo personal, no tanto en las órdenes explícitas que da o en la presión
que ejerce para su cumplimiento.
La autoridad
real busca que las
personas cumplan libremente las órdenes que reciben, lo cual sólo en
apariencia ofrece una contradicción, ya que la obediencia humana no se opone a
la actuación libre sino
que es condición
de ella para que sea
verdaderamente humana. Lo otro no sería ni autoridad, ni libertad, ni verdadera
obediencia. Quien ejerce así la autoridad, aunque tenga a su disposición
algunos elementos coactivos no acude a ellos necesariamente, más bien los
evita, para lograr que se obre conforme a convicciones, a persuasión y a
motivaciones valederas.
La libertad
en juego en
el ejercicio de
la autoridad es tanto la de quien la ejerce como la de quien la obedece.
Libertad para hacer el bien uno a otro, no para lastimarse o hacerse daño. Este
estilo de autoridad no utiliza el control, la presión y
la mano dura.
Al contrario, las sustituye por el liderazgo, la
motivación y la participación, que les son diametralmente opuestas.
Un dilema
frecuente
A
veces nos planteamos el dilema: o ejercer la autoridad formal con todo su peso,
o perder el control sobre las situaciones. Pero no es normalmente un dilema
real. Es sólo una tentación de dilema. Aquí de lo que se trata es que la
voluntad de quien dirige, una vez tomadas las decisiones del caso, mueva
eficazmente la voluntad de las personas a las que dirige. Previamente
éstas han asimilado intelectualmente las razones por
las que existe ese nexo de dependencia.
El
que ejerce la autoridad no tiene que estar mandando constantemente, porque eso
indicaría de un lado que no existen normas o funciones suficientes en la
organización, y de otro, que las personas no son suficientemente responsables y
autónomas en su actuación, y necesitan
estar siendo mandadas a toda hora.
El
ejercicio de la autoridad puede degenerar en arbitrariedad, cuando no se siguen
los cauces de la normatividad establecida o cuando se improvisa en determinados
puntos con el riesgo de caer en lo desconocido o en exigir lo no debido dentro
de los marcos de la responsabilidad. Pero también puede degenerar en pasividad,
en indiferencia frente a situaciones que esperan una decisión o una orientación
determinada.
Si
la autoridad se ciñe demasiado a las normas o al control se convierte en una
función policial dentro de la organización, que fácilmente desborda en el
autoritarismo, en la desautorización constante o en la invasión de otros
niveles de autoridad cuyos límites no se respetan.
No
existe ningún dilema entre autoridad y libertad. La una no existe sin la otra.
Tratar de oponerlas es dejarse llevar por el viejo prejuicio del predominio de
la autoridad como empleo del poder coactivo que limita la libertad, y no como
la autoridad real que busca que las personas crezcan haciendo lo que deben
hacer. De ahí que el sentido etimológico
de “autoridad” esté tan vinculado al significado del verbo
latino augére (crecer). La verdadera autoridad ayuda a crecer a quien la ejerce
y a quien la sigue.
Impulsar los
objetivos
La libertad
se ejerce para
lograr objetivos, no para frenarlos. Para comprometer a las
personas con su tarea, para que hagan cada vez mejor las cosas, no para que
sientan rechazo a ellas o para que las hagan a disgusto. Para cumplir y hacer
cumplir lo previsto, pero no sólo eso. Para ir mucho más allá del cumplimiento,
de mano de la visión corporativa y personal. Mandar con apasionamiento es
apagar la autoridad y ponerla en riesgo de que se pierda.
Un
jefe que cree que se impone a gritos debilita su autoridad. En lugar de
convencer con razonamientos, de influir con un diálogo sereno, aleja a las
personas y pierde fuerza ante los demás. Deja de valorar adecuadamente
circunstancias y personas. Quien está obligado a mandar en razón de su cargo
sabe que la autoridad pesa, es una carga y hay que ejercerla gustando o no las
consecuencias que trae consigo.
El
temor de quedarse solo se da mucho más en las personas autoritarias que en
quienes buscan que los demás participen en las decisiones que afectan a todos.
De ese modo la autoridad no se concentra en una sola persona sino en el grupo
mismo, del que emana a través de la participación. El que verdaderamente se
queda sólo es quien usa más la fuerza que la razón para hacer valer su
autoridad.
La
autoridad se ejerce siempre con el acompañamiento de valores como el respeto,
la confianza, la firmeza, la prudencia, la serenidad, comprensión, el
saber escuchar, la disponibilidad, la colaboración y la
lealtad. El necesario discernimiento de cada uno de esos valores, según las
circunstancias y oportunidades, facilita el ejercicio de una autoridad que
ayuda a la gente a lograr sus metas.
Proyectar, no
proyectarse
Cuando se
dan crisis de
autoridad es fácil pensar que la culpa es de los
subordinados, de su rebeldía o de su irresponsabilidad. Suele ser ese un
mecanismo de proyección que consiste en pensar que a los demás les falta lo que
realmente le falta a uno. Examinar primero el propio estilo para caer en cuenta
de lo que se está haciendo mal, por ejemplo, no contar con la gente mucho más,
no hacerles partícipes de sus propias decisiones y comprometerles así con
ellas.
De
lo contrario a lo primero que se echa mano es al ejercicio de la fuerza o a la
imposición autoritaria o incluso despótica. O simplemente a un recurso a la
disciplina correctiva como el remedio más fácil al juzgar las situaciones que
han llevado a la crisis. Lo importante no es reaccionar violentamente porque la
autoridad se siente lesionada sino buscar las causas por las cuales no se le
obedece.
La
autoridad real se proyecta sobre el grupo en forma de atracción hacia las
finalidades compartidas y en que colabora con cada uno en sus propias
personales proyecciones de cara al papel que se cumple en la organización. Por
eso mantiene un equilibrio, sin extremos y sin parcialidades que la vuelven
injusta.
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