EL EJERCICIO DE LA AUTORIDAD


Jorge Yarce


Los cambios en los estilos de mando corren paralelos a la implantación de teorías administrativas que destacan mucho más la participación de la gente y su empoderamiento y que   demandan   un   cambio   profundo   en   las formas de concebir el ejercicio de la autoridad. 


La visión del gerente autoritario cede paso cada vez más al gerente líder del sistema humano de la organización. Pero no dejan de existir directivos “tiranos”, a veces cargados de títulos académicos pero que tratan a la gente como “esclavos”. Mientras más poder tienen más violentos son en el modo de ejercerlo



La autoridad no debe confundirse con el poder que da la organización, es decir la estructura formal, propia del sistema técnico tradicional al mirar la empresa como un mecanismo que funciona de una determinada manera para obtener los resultados esperados. La autoridad- moral es aquella que no viene precisamente del ejercicio   del   cargo   sino   de   las   cualidades morales del sujeto de su experiencia o ascendencia   sobre   la   gente,   como   de   la autoridad real de quien logra que efectivamente se hagan las cosas que deben hacerse.



Frente a la autoridad-poder el cambio que se propone es ejercer la autoridad-servicio y la autoridad-prestigio. Es decir, que en lugar de imponer las cosas en nombre del mando que se ejerce o se detenta por las funciones propias del cargo, se trata de lograr que se hagan, siguiendo unas orientaciones y respetando las funciones de  cada  uno,      sin  necesidad  de  estar ordenándolo explícitamente en cada momento sino en virtud de una actuación libre y responsable.



La autoridad-poder se simboliza en el “aquí mando yo” que se esgrime para recordar a los demás quién la detenta. La autoridad-servicio no está  con  la  obsesión  permanente  del  ejercicio del poder sino en función ayudar a los demás a conseguir  sus  objetivos  y  los  del  grupo,  que tiene siempre como referencia a quien dirige, a la manera como los músicos de una orquesta siguen el movimiento de la batuta del director. La autoridad-prestigio es complemento de la autoridad-servicio y consiste en que la motivación que lleva a obedecer órdenes con base sobre todo en la influencia personal que ejerce quien dirige, en su ascendencia ante los subordinados, en su ejemplo personal, no tanto en las órdenes explícitas que da o en la presión que ejerce para su cumplimiento.



La   autoridad   real   busca   que   las   personas cumplan libremente las órdenes que reciben, lo cual sólo en apariencia ofrece una contradicción, ya que la obediencia humana no se opone a la actuación  libre  sino  que  es  condición  de  ella para que sea verdaderamente humana. Lo otro no sería ni autoridad, ni libertad, ni verdadera obediencia. Quien ejerce así la autoridad, aunque tenga a su disposición algunos elementos coactivos no acude a ellos necesariamente, más bien los evita, para lograr que se obre conforme a convicciones, a persuasión y a motivaciones valederas.



La   libertad   en   juego   en   el   ejercicio   de   la autoridad es tanto la de quien la ejerce como la de quien la obedece. Libertad para hacer el bien uno a otro, no para lastimarse o hacerse daño. Este estilo de autoridad no utiliza el control, la presión   y   la   mano   dura.   Al   contrario,   las sustituye por el liderazgo, la motivación y la participación, que les son diametralmente opuestas.



Un dilema frecuente

A veces nos planteamos el dilema: o ejercer la autoridad formal con todo su peso, o perder el control sobre las situaciones. Pero no es normalmente un dilema real. Es sólo una tentación de dilema. Aquí de lo que se trata es que la voluntad de quien dirige, una vez tomadas las decisiones del caso, mueva eficazmente la voluntad de las personas a las que dirige. Previamente éstas  han  asimilado intelectualmente las razones por las que existe ese nexo de dependencia.



El que ejerce la autoridad no tiene que estar mandando constantemente, porque eso indicaría de un lado que no existen normas o funciones suficientes en la organización, y de otro, que las personas no son suficientemente responsables y autónomas  en  su  actuación,  y necesitan  estar siendo mandadas a toda hora.



El ejercicio de la autoridad puede degenerar en arbitrariedad, cuando no se siguen los cauces de la normatividad establecida o cuando se improvisa en determinados puntos con el riesgo de caer en lo desconocido o en exigir lo no debido dentro de los marcos de la responsabilidad. Pero también puede degenerar en pasividad, en indiferencia frente a situaciones que esperan una decisión o una orientación determinada.




Si la autoridad se ciñe demasiado a las normas o al control se convierte en una función policial dentro de la organización, que fácilmente desborda en el autoritarismo, en la desautorización constante o en la invasión de otros niveles de autoridad cuyos límites no se respetan.




No existe ningún dilema entre autoridad y libertad. La una no existe sin la otra. Tratar de oponerlas es dejarse llevar por el viejo prejuicio del predominio de la autoridad como empleo del poder coactivo que limita la libertad, y no como la autoridad real que busca que las personas crezcan haciendo lo que deben hacer. De ahí que el sentido  etimológico de  “autoridad”  esté tan vinculado al significado del verbo latino augére (crecer). La verdadera autoridad ayuda a crecer a quien la ejerce y a quien la sigue.



Impulsar los objetivos



La  libertad  se  ejerce  para  lograr  objetivos,  no para frenarlos. Para comprometer a las personas con su tarea, para que hagan cada vez mejor las cosas, no para que sientan rechazo a ellas o para que las hagan a disgusto. Para cumplir y hacer cumplir lo previsto, pero no sólo eso. Para ir mucho más allá del cumplimiento, de mano de la visión corporativa y personal. Mandar con apasionamiento es apagar la autoridad y ponerla en riesgo de que se pierda.




Un jefe que cree que se impone a gritos debilita su autoridad. En lugar de convencer con razonamientos, de influir con un diálogo sereno, aleja a las personas y pierde fuerza ante los demás. Deja de valorar adecuadamente circunstancias y personas. Quien está obligado a mandar en razón de su cargo sabe que la autoridad pesa, es una carga y hay que ejercerla gustando o no las consecuencias que trae consigo.


El temor de quedarse solo se da mucho más en las personas autoritarias que en quienes buscan que los demás participen en las decisiones que afectan a todos. De ese modo la autoridad no se concentra en una sola persona sino en el grupo mismo, del que emana a través de la participación. El que verdaderamente se queda sólo es quien usa más la fuerza que la razón para hacer valer su autoridad.



La autoridad se ejerce siempre con el acompañamiento de valores como el respeto, la confianza, la firmeza, la prudencia, la serenidad, comprensión,  el  saber  escuchar,  la disponibilidad, la colaboración y la lealtad. El necesario discernimiento de cada uno de esos valores, según las circunstancias y oportunidades, facilita el ejercicio de una autoridad que ayuda a la gente a lograr sus metas.



Proyectar, no proyectarse



Cuando  se  dan  crisis  de  autoridad  es  fácil pensar que la culpa es de los subordinados, de su rebeldía o de su irresponsabilidad. Suele ser ese un mecanismo de proyección que consiste en pensar que a los demás les falta lo que realmente le falta a uno. Examinar primero el propio estilo para caer en cuenta de lo que se está haciendo mal, por ejemplo, no contar con la gente mucho más, no hacerles partícipes de sus propias decisiones y comprometerles así con ellas.



De lo contrario a lo primero que se echa mano es al ejercicio de la fuerza o a la imposición autoritaria o incluso despótica. O simplemente a un recurso a la disciplina correctiva como el remedio más fácil al juzgar las situaciones que han llevado a la crisis. Lo importante no es reaccionar violentamente porque la autoridad se siente lesionada sino buscar las causas por las cuales no se le obedece.




La autoridad real se proyecta sobre el grupo en forma de atracción hacia las finalidades compartidas y en que colabora con cada uno en sus propias personales proyecciones de cara al papel que se cumple en la organización. Por eso mantiene un equilibrio, sin extremos y sin parcialidades que la vuelven injusta. 

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