Jorge
Yarce
Las
cosas no tienen intimidad, las personas sí. Las personas somos propiamente
personas porque sentimos que las cosas nos afectan, que a veces nos hacen
falta, pero si comparamos con lo que nos hacen falta las personas, nos damos
cuenta de que ocurre algo bien diferente.
Las
personas merecen un trato distinto del que damos a las cosas porque tienen
intimidad, ese “dentro” que no sabemos exactamente lo que es pero que estamos
seguros de que es completamente real. No quiere decir que sea visible, que esté
a la mano como ocurre con las cosas, que pueden estar en el bolsillo de una
camisa, de un pantalón o de una cartera.
Por
eso, para entender bien la intimidad de las personas, su interioridad, ese
interior de nuestro ser que ni
siquiera nosotros mismos conocemos completamente, es bueno que
comparemos la forma
como tratamos a las
cosas y a las personas. Porque puede ocurrir que tratemos a las personas como
cosas o a las cosas como si fueran personas y entonces nuestro mundo, nuestras
relaciones se complican, se hacen difíciles. El hogar, el trabajo o las
relaciones sociales se pueden volver pequeños infiernos donde nos sentimos
maltratados, ofendidos, vilipendiados. O somos nosotros los causantes de ese
maltrato, los demonios de ese infierno.
Eso
ocurre porque las ofensas a la amistad, los malos tratos en el trabajo, las
faltas de justicia que cometemos o que padecemos, los malos ratos e
incomprensiones que sufrimos, la violencia que en uno u otro grado cometemos
unos con otros, proceden en el fondo de que no tratamos a las personas como
merecen ser tratadas, como seres íntimos y espirituales que son, como
almas únicas e
irrepetibles, sino como si fueran
cosas, como tratamos a un cacharro cualquiera, o incluso como algunas personas
tratan a ciertos animales, que da la impresión de que los personalizan, les
tienen tanto cariño que a uno le dan ganas de preguntarle si así mismo quieren
a los suyos o a aquellas personas con las que se relacionan en el trabajo o en
la vida social.
Tomemos
una cosa cualquiera y pongámosla encima de una mesa y mirémosla despacio. Unos
zapatos o un florero. Si yo los miro despacio, me puedo dar cuenta de que están
terminados. Vemos esos zapatos o ese florero. Están completos, no les falta
nada para ser lo que son. Y si están bien hechos, como pasa con unos buenos
muebles, o con un edificio o una casa, decimos que están bien acabados,
perfectamente terminados. Pero de una persona nunca podemos decir eso: se
está haciendo siempre,
puede mejorar siempre, nunca
está terminada. El día que digamos eso, probablemente está
muerta.
Estamos por
hacer
Lo
más apasionante de la vida humana, decía Chesterton, es que no esté acabada, lo
más importante es lo que nos falta por vivir, porque ahí podemos cambiar el
curso de la vida. No porque podamos decir “borrón y cuenta nueva” de un modo
total, pues no podemos prescindir de ciertos rasgos y características físicas y
psicológicas que nos acompañarán
hasta el último
día, ni de ciertas huellas que nos han dejado algunos
acontecimientos de nuestra propia vida.
Pero
podemos cambiar, dar un giro diferente a nuestra vida. Podemos hacer que lo que
es vicio se convierta en virtud, por ejemplo que la pereza se convierta en
diligencia, como fruto de un esfuerzo continuo por vencer lo que nos lleva a la
comodidad, a la dejadez, luchando de un modo consciente y día a día, hasta que
llega un momento en que inconscientemente
ya hacemos las cosas (cumplimos el horario, nos levantamos temprano, nos
ponemos manos a la obra, nos dedicamos a una tarea con
responsabilidad) sin que nadie nos lo tenga que repetir, ni recordar. Puede que
no lo hayamos logrado completamente
pero vamos por muy buen camino. Por ejemplo cuando pasamos de mirar
el oficio, la labor, cualquiera que sea,
como una carga pesada y tediosa, a verla
como una fuente de servicio a los demás, de hacer el bien, de demostrarnos a
nosotros mismos que somos capaces de mejorar.
Todo
eso es posible porque nos estamos haciendo, porque tenemos por delante el
futuro, cuyo resultado no depende de lo que diga la bola de cristal sino de lo
que diga mi voluntad, mi deseo de ser persona, de enriquecer mi intimidad, de
sentir satisfacción por el trabajo bien hecho, de corregir los errores, de
olvidar los rencores, remordimientos o pesares y poder andar mejor sin tanto
equipaje al hombro, sin tanto pasado que nos mortifica inútilmente.
Con
las cosas no hay nada qué hacer porque ya están acabadas. Y algo parecido
ocurre con los animales, que no andan con preocupaciones como las personas,
porque no tienen intimidad. Crecen y se
desarrollan pero no tienen espíritu, no tienen vida interior, no tienen
problemas de conducta, no tienen que pensar en el futuro.
En
cambio las personas no somos así, no se nos ha sido dado todo de un golpe como
ocurre con las cosas. Vamos por partes y poco a poco. En cierta medida somos
inagotables porque damos la lata
siempre, podemos luchar, cambiar, superarnos, disponer del
futuro como un terreno que no conocemos porque está en nuestras manos
construirlo como queramos. Ni los zapatos ni el florero pueden hacer nada por
sí mismos. En cambio nosotros nos lo podemos jugar todo a esa carta, la de la
esperanza, la de la transformación personal, la de la ayuda de los demás o
la ayuda de
Dios, como queramos verla.
Como
consecuencia, somos inabarcables
Toda
cosa, precisamente porque está terminada, podemos abarcarla, cubrirla con
nuestra vista por entero, sin que se
nos escape nada. Podemos recordar a ese propósito una veja película de
Chaplin, “La Quimera del oro”, en la que él y su compañero van de excursión al
Polo Norte y entran en crisis de hambre y deciden comerse unas botas, y para
eso, las van desguasando parte por parte. Quitan los clavos, la suela, los
cordones, y finalmente las ponen al fuego para que ver qué queda y se las comen
lentamente o, al menos, lo intentan.
Eso
que podemos hacer con unas botas o con un par de zapatos, o con un florero,
porque lo abarcan nuestros sentidos, es imposible hacerlo con las personas. Sus
datos, como consecuencia de que ninguna persona está terminada o acabada, no
están completos, no podemos abarcarla. Ni el abrazo más estrecho y cordial
supone que la abarquemos. Hay muchas cosas que se quedan por fuera, que nunca
las conoceremos o que
nunca tendremos acceso a ellas.
Ni la capacidad de percepción más fina, ni la cercanía afectiva o intelectual
más poderosa, ni la ciencia psicológica más profunda, permiten que la persona
sea una totalidad abarcable como lo es un florero o como lo es un par de
zapatos.
Hay algo
inefable, que sólo es nuestro
Sigamos
mirando esas cosas. Son visibles y patentes a nuestra vista. Y si queremos
mirar dentro, cogemos un microscopio o un rayo láser y podemos penetrar hasta
la última molécula para saber cómo son. Nada se nos escapa: miramos por encima,
por debajo, por los lados o por dentro. Pero tratemos de hacer lo mismo con una persona y nos llevaremos un fiasco. No hay
microscopio y láser que valgan. Para su cuerpo sí, pero para su intimidad y su
espíritu no. Son impenetrables, no podemos irrumpir dentro para conocer hasta el
último detalle.
Si
se trata de una persona a la que apreciamos o queremos mucho, por muy grande
que sea este amor, por muy profundo que se el conocimiento, él o ella son
siempre él o ella y no se pueden confundir conmigo. No sólo no están terminados
sino que se me escapa poder
conocerlos o comprenderlos completamente aunque sea mucho
lo que compartamos. Hay de todas maneras una barrera, se trata de otra persona,
de otro ser al que le pasa lo mismo que a nosotros. Ella tampoco puede
franquear nuestra entrada.
Cuando
creemos que ya conocemos completamente a una persona, en realidad sólo la
conocemos parcialmente, incompletamente. O puede suceder que estemos intentando
controlarla, manipularla, tratarla como si fuera una cosa. Incluso a una
persona se le puede poseer en una relación sexual, pero
eso no quiere
decir que poseamos su intimidad. La poseemos
físicamente, pero nunca la podemos poseer espiritualmente, porque
estamos de igual
a igual. Si no, invadimos su privacidad, atacamos su intimidad, le
robamos su riqueza interior, la vaciamos de lo más valioso, la cosificamos. Así de sencillo es.
Si
una persona no respeta y hace respetar su intimidad, acaba por comportarse
en forma inauténtica, falsa. Son
personas que suelen guiarse por las apariencias, por el qué dirán, por el
quedar bien, por lo que tienen, por la posición laboral, económica, social, no
por lo que son como personas. Muchas veces se agotan trabajando para
conseguir unas cosas materiales que ni siquiera disfrutan porque
no tienen tiempo o porque se trata de satisfacer caprichos personales,
del cónyuge o
de los hijos, impulsados por la
sociedad de consumo. Conseguidos determinados aparatos para la casa, vienen
otros nuevos, o la televisión y la publicidad crean la necesidad de cambiarlos.
No han terminado de pagar el anterior y ya empezaron con el nuevo. Esto se da
no sólo en una clase que llaman alta. También en lo que equivocadamente llaman
clase media o en la denominada baja. A veces realmente la alta es muy baja y la
baja es muy alta. Eso depende de la calidad de vida. Lo mismo ocurre con la
ropa, con los viajes, con los muebles, con las casas. Nunca se acaba de estar a
gusto.
Eso
pasa porque la persona tiene un mundo interior que le permite distinguir las cosas
y el mundo exterior mismo, para no confundirse con él, para que no se le meta
dentro el mundo de fuera. Se trata de su yo, de su personalidad, de su vida, de
sus relaciones, de su libertad, de sus derrotas o de sus conquistas. A
diferencia de las cosas y de los animales, la persona puede volverse atrás,
reempezar, olvidar, abrir o cerrar puertas en su vida. Sólo su intimidad es
capaz de cerrar ciertas puertas o de abrirlas: la de la amargura o la tristeza,
la del odio o la del amor, la de la desesperación o la de la ilusión, la del
egoísmo o la de la generosidad
La
intimidad es lo que hace que nadie nos pueda “agarrar” por dentro, alcanzarnos,
hacernos patentes. Por eso somos inefables, es decir, nos escapamos a cualquier
intento de estar bajo la mirada absorbente de otro, así sea una persona a la
que amamos con locura o con la que sentimos
una identificación muy
grande, por ejemplo, un amigo o
una amiga a la que llamamos “íntimo” o “íntima”. Ni las pruebas psicológicas,
ni los análisis de personalidad más exhaustivos pueden llegar hasta ese
santuario y penetrar en él. Cuando
compartimos nuestra vida con alguien la primera condición irrenunciable e
ineludible es que ese alguien es él o ella y nosotros somos nosotros. Ni Dios
mismo, de quien San Agustín dice que “es lo más íntimo de nosotros mismos”
invade nuestra personalidad. El respeta más que nadie nuestra intimidad porque
sabe mejor que nadie que sólo desde ella podemos buscarle sinceramente, ser lo
que somos para poder ir libremente hacia Él.
Estamos
llamados a ser cercanos, íntimos
Volvamos
a los zapatos y al florero. Por muy cerca
que estén de
mí físicamente, en realidad
están muy lejanos,
porque no pueden estar dentro de
mí, compartir conmigo. Ese es el drama de las cosas y de nuestro amor
desordenado por ellas. Algunas tienen
una significación muy especial para nosotros porque están
ligadas a acontecimientos de nuestra vida que merecen ser recordados. Pero a
pesar de eso yo no puedo compartir nada de mi interior con ellas, me son en
realidad completamente lejanas y ajenas aunque sean propiedad mía. Un día se
pierden, se deterioran o se las roban
y hasta ahí
llegó el cuento.
Un sinsabor, un pesar, unas lágrimas, una rabia, una protesta al infinito,
pero la vida tiene que seguir sin ellas.
De
lo contrario nos enfermamos, nos enloquecemos. Que era el anillo de bodas, que
era la pulsera de la abuelita, que era el jarrón del tatarabuelo, que eran los
zapatos con los que camine en el Areópago, que era un reloj fuera de colección,
que era un incunable del que sólo había dos en el mundo, que era el pañuelo que
me dio mi esposa el día que la conocí en el parque, que era mi collar de perlas
falsas que parecían verdaderas, que era primera lavadora eléctrica, que era el
perrito pequinés adorado con el que casi hablaba de tu a tu, que era el camisón
de mi primer embarazo…lo que fuera, pero no hay nada que hacer. Bueno, o lo que
sí puedo hacer es comprar otras iguales
o parecidas, para
calmar la pena, pero
tampoco esas van
a compartir conmigo una intimidad que no tienen.
Ese
es el triste destino de las cosas cuando se salen de su sitio y ocupan el
corazón de las personas. Cuando ocupan el sitio que debe ser para las otras
personas. En lugar de ser ellas para nosotros, somos nosotros para ellas, nos
esclavizan y vuelven dependientes. Se nos llena el alma de chécheres y
cachivaches. Ocurre entonces que nuestra libertad se disminuye, perdemos
autonomía en la medida en que aumentan las posibilidades de elegir entre
demasiadas cosas. Por
el contrario, las personas están hechas para compartir,
para estar presentes de un modo muy especial, íntimo, en nuestra vida. Porque
la intimidad humana no es un recinto cerrado, clausurado e inexpugnable. Es
abierta, comunicativa, expansible.
Busca el complemento
en los demás, es una presencia
mensajera que no se contenta con la
mirada o las
palabras, que quiere llegar a
contar con la voluntad de la otra persona y, a la vez, estar disponible para
ella.
El compañerismo, la
amistad, el amor,
la relación filial o paternal, la relación pedagógica, son formas de
compartir la intimidad, de hacer que otras personas estén dentro de mí en
cierta manera porque sabemos que no es exactamente de un modo físico sino
espiritual. Y eso es una situación delicada, sutil, que constituye la relación
interpersonal sometida a reglas especiales de respeto, acogida, disponibilidad,
servicio, etc. Esto permite apreciarlas como son y aceptarlas como son
(convivencia); y disponer de ellas, o estar dispuesto para ellas (serles
íntimo) y darse a ellas (donación o entrega), que es la etapa más alta de esa
relación.
Cuando
una cosa se pierde, es reemplazable por otra parecida. Pero cuando es una
persona la que desaparece o se muere, se va algo de nosotros mismos, “se nos
muere”, la arrancan de nuestro interior sobre todo si teníamos con ella un lazo
afectivo o amoroso. Son pérdidas que solemos llamar irreparables porque nadie
las puede volver a poner en la vida. Y si fuimos parte de su vida, si fuimos
parte de su felicidad y ellas de la nuestra, eso mitiga en parte la ausencia
definitiva. Pero si no las tratamos con intimidad, si no les alegramos la vida,
si no dejamos una huella en sus vidas, entonces esa falta se convertirá muy
rápido en olvido, deja de ser irreparable porque en realidad no nos importaban
mucho.
La persona es
una cantidad heterogénea
Nuestros
zapatos o el florero son cantidades homogéneas, iguales o parecidas, que se
pueden sumar, restar, multiplicar o dividir en grupos. Por hacer eso, no les
pasa nada, no cambian. Porque son cosas y con las cosas ocurre eso, se pueden
contar y numerar. Por el contrario, las personas son cantidades heterogéneas,
cada una es distinta de la otra. Si yo me pongo a sumar a Pedro más Santiago,
más Juan, eso no da nada, ahí la aritmética no funciona. Porque la personalidad
y el ser de cada uno es diferente, único, irrepetible. Para tratarlos
adecuadamente tengo que partir de esa premisa, de que son personas
individuales, con un mundo interior propio, que puede tener algunos rasgos
comunes con otra persona, pero el total, el yo de cada una es diferente y
no se pueden
adicionar uno a otro.
Esto conlleva
lecciones muy clara
sobre cómo debemos comportarnos con las personas. Ellas tienen nombre y
no número. Por eso cuando, en ciertas colectividades u organizaciones se marca
al sujeto por la espalda en un traje de trabajo, o se le pone un número y se le
llama por ese número, de algún modo se le está cosificando, maltratando. Si eso
ocurre en la familia o en la educación, el problema es más serio todavía porque
son ámbitos que exigen personalizar sus procesos, no reducirlos a
comportamientos grupales que son anónimos, despersonalizados.
Por
ahí se termina creyendo que los computadores o las máquinas podrán hacer esa
tarea con más eficacia. Se olvida que el sistema humano sólo lo pueden operar
personas con libertad, inteligencia, voluntad, espontaneidad, mundo emocional,
capacidad de error o de rectificación, de flexibilidad y de cambio. De
lo contrario se
les ponen etiquetas que tratan
de encasillarlas y definirlas, como si ya no tuvieran remedio: “Es que fulanita
es histérica”, “Sutano es mediocre”, “el de más allá, no hay nada que hacer
con él porque es un inútil”…No les damos
salida, olvidamos que son seres inacabados, inabarcables, inefables,
diferentes,
y por eso mismo no pueden ser manipulados,
objetivados, cosificados, marcados
con una etiqueta
que pretende dejarlos ahí
para siempre, porque
otras personas se empeñan
equivocadamente en verlos así, en lugar de mirar atentamente a esa realidad y a
ese mundo maravilloso que hay dentro de cada uno de ellos.
Las
personas, al contrario de las cosas homogéneas, que tienen número, tenemos
nombre. Y por ese nombre se nos conoce, se nos llama, se nos ama. La costumbre
de llamar a los estudiantes, a los empleados o a los funcionarios por el
apellido, en el fondo, es un empobrecimiento en el trato. A veces será posible
utilizar sólo el nombre, otras veces el nombre y el apellido. Y cuando la
relación es muy íntima, ni
siquiera hace falta
usar el nombre, basta con el
pronombre: tú, ella, él, nosotros, yo…
Toda persona
es importante
Los
zapatos, el florero o cualquier cosa de este mundo, por valiosa que sea, a la
hora de la verdad es indiferente
porque no se
relaciona con mi intimidad, no comparte conmigo ni yo con ella porque
esto es imposible. Sin embargo, nos apegamos a las cosas hasta el punto de
pensar que no podemos vivir sin ellas o de creer que van a durar siempre o nos van a enterrar con ellas.
La
experiencia de quienes hemos estado cerca de la muerte nos confirma esa
relatividad y esa indiferencia hacia las cosas. En esos momentos uno se aferra
a la vida, no a lo que tiene. Las cosas se convierten en un estorbo. La
distancia frente a las cosas y su real indiferencia frente a nosotros, nos
debería llevar a ser más desprendidos, a darnos cuenta de que debemos
buscarlas, tenerlas, conseguirlas, disfrutarlas, pero no más. No nos pueden
quitar la paz, ni cifrar en ellas nuestra felicidad. Sería un tremendo error.
Eso es lo que hace que mucha gente
tenga su corazón
donde no es, y
viva completamente fuera de la órbita correcta.
Otra
vez recordemos una frase de San Agustín, que viene muy al caso: “Un corazón
desorientado es una fábrica de fantasmas”. Un corazón preocupado por comprar,
gastar, consumir y tener
no podrá estar
tranquilo nunca. Porque está convirtiendo en importante lo que no lo es.
Por eso el desprendimiento de las cosas es una virtud deseable para todas las
personas, no sólo para quienes lo hacen por motivos muy altos, por ejemplo, por
seguir las huellas de Cristo.
La
paz del espíritu, la tranquilidad interior, la fuerza de
la intimidad, pueden
verse afectadas por la invasión de las cosas, por las preocupaciones en
torno a ellas (éxito, posición, ambiciones). Lo realmente importante es la
persona. Cada persona vale más que el universo material entero. Por su
dignidad esencial, por su condición
espiritual, por su ser íntimo. Por eso hay que valorarla, respetarla, compartir
con ella sin pretender que sea como nosotros queremos que sea. Ese es el
fundamento de los derechos humanos, de la inviolabilidad de la vida humana como
principio supremo. Nadie es dueño de nadie. En cambio debemos ser señores de
las cosas, no ellas de nosotros.
Si
reconocemos que toda persona es importante, no habrá discriminaciones, nos
apoyaremos en una igualdad fundamental y buscaremos la igualdad y la justicia
en el trato con todos.
La
convivencia, la amistad, las relaciones laborales, la relación amorosa, la
relación pedagógica, la relación de justicia, todo se vivirá mejor en la medida
en que demos a las personas la importancia que se merecen y que recordemos que
no están terminadas, que no son abarcables, que no son patentes, que son
cercanas, que son
inefables, que son heterogéneas,
y que tienen un nombre. Todo lo contrario de las cosas. Y que obremos en consecuencia.
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