Jorge Yarce
La
palabra persona significaba en griego la máscara que se colocaban los actores,
que resonaba al hablar. De ahí pasó a la lengua latina como sinónimo de los
papeles que desempeñan los artistas en un drama. Pero persona en la
civilización cristiana designa el modo
de ser propio del individuo humano, lo que lo define como totalidad racional,
espiritual y libre.
Ser
persona, en su dignidad esencial, es condición que se tiene desde antes de
nacer. Pero la personalidad
es algo que
se logra con el desarrollo
existencial propio de cada uno, a lo largo de su vida.
Indica,
de un lado la unidad y coherencia física,
intelectual y espiritual y, de
otro, el autodominio, la
autorrealización, la autodeterminación, –el ejercicio de la voluntad libre para
llegar a ser feliz– y la auto donación como capacidad de darse a los demás, que
perfecciona todos los demás actos y les confiere trascendencia y proyección
fuera de sí mismo.
Ser
persona y poseer una personalidad es hablar de un sujeto único que piensa, quiere,
actúa, y que a lo largo de su vivir demuestra una identidad precisa, una
continuidad y permanencia en el ser y en el modo de ser frente a los cambios
que se presentan.
La
persona no es suficientemente identificable en la actuación instintiva,
inconsciente o en la acción
automática. El hombre como persona se distingue
de los demás seres en la medida
en que su congruencia, su racionalidad y su responsabilidad dan cuenta de sí
mismo y sentido a sus acciones, a su obrar intrínseco.
La
personalidad se revela propiamente como un
principio interior dominante, como una intimidad propia que posee
apertura a la convivencia, a la que aporta su riqueza interior y como la
capacidad de una reflexión madura que hace a la persona ponderada, objetiva y
crítica.
La
personalidad es un continuo dinamismo de
desarrollo y crecimiento. Es
lo que podemos llamar la
autorrealización del hombre, que
busca la felicidad, y este significado de la vida está presente en todo lo que
hace, aquí y ahora. Va unida esa aspiración a la felicidad, a la búsqueda de la
plenitud personal.
El
hombre no se contenta con poco, quiere dar más de sí porque él es el ser que es
más de lo que es, o sea, no se limita a ser una naturaleza sino una existencia
en despliegue vital.
El
compromiso es parte esencial de la personalidad lograda. El hombre lo vive muy
directamente a través del trabajo productivo y creativo, consigo mismo y con
los demás.
La
personalidad no depende tanto del temperamento, del carácter o del medio ambiente como
del conocimiento, la reflexión, el criterio para juzgar las
cosas, la unidad de las acciones articulada por la voluntad y
un proceso continuo
de formación que impide que la persona se estanque, piense que no puede
dar más, mejorar más.
Cada
acto de voluntad de la persona manifiesta el dominio que el hombre debe ejercer
sobre las circunstancias y sobre el mundo material, porque sobre las personas
no puede ejercer dominio sino cooperación, la interrelación convivencial.
En
la medida en hay más fuerza de voluntad en una persona, hay mayor unidad, más
perfecta coherencia.
La
personalidad se expresa en conducta unitaria, en acciones eficaces, en asumir
libremente la responsabilidad de sí mismo, vinculada inexorablemente a la
responsabilidad por los demás. Y a la conquista
progresiva de todo
lo que hace que la persona crezca, se supere,
progrese, alcance objetivos ambiciosos y construya el futuro.
Ser
persona y tener personalidad es ejercer la capacidad de sentir necesidades
morales y adoptar comportamientos éticos
tanto en relación con su mundo
corporal y espiritual como con el mundo social circundante. Yo construyo mi
personalidad construyendo lo social.
La
persona no está encerrada en sí misma, tiene
que trascender y
proyectarse. No es algo concluido y cerrado sino abierto e
inacabado. Su ser es ser en tensión, en posibilidad de conquista diaria. Esta
dimensión es indispensable para poder proceder a construir la convivencia
social.
El
hombre ha sido creado para el tú y para el nosotros más que para el yo egoísta
o individualista.
La
más clara manifestación de esa constitución
abierta y relacional
es el impulso de sociabilidad
que existe en todo hombre, y en cuyo desarrollo debe primar la espontaneidad.
La
personalidad confiere autonomía y conciencia de sí en cuanto se fundamenta en
el ser, no en el tener y en el hacer. Si a la conciencia de sí y de los otros
sigue la tendencia de la voluntad, el amor, es decir, todo acto por el que se
posee, ama y goza de la perfección del yo, debe ir acompañada de una voluntad
de querer y de procurar la perfección de los otros.
En todo
este proceso conviene
tener presente que hay unos estratos de la personalidad: biológico,
psicovital, psicoespiritual y el yo personal, donde progresivamente se pasa de
la perspectiva anatómico funcional fisiológica a lo psíquico y a la conducta
activa, intelectual y volitiva.
El
temperamento es como la tipología físico- vital, que es difícil de cambiar por
estar unida a estructuras fijas.
El
carácter es una tipología de orden psicoespiritual, que posee un dinamismo
mayor de cambio que el temperamento. Y el yo personal representa la cumbre de
las potencias activas, inteligencia y voluntad, impulsada por la libertad como
condición esencial del ser humano.
Entre todos
estos fenómenos y delimitaciones se da una gran flexibilidad
y dinamismo, que hace que la estructura de la personalidad de lugar a una
plasticidad cambiante: Yo seré lo que quiero ser en la medida en que despliegue
mis fuerzas tras los objetivos adecuados,
y que no
pueda decir ya basta,
ya es suficiente
y en la medida que voy siendo futuro porque tengo
libertad.
La
tarea de construcción de la personalidad significa que
aunque yo poseo
una naturaleza, un modo de ser con el que llego al mundo,
que incluye una
influencia genética que me impone ciertos comportamientos que proceden
de la codificación de mis genes, sin embargo, la mayor parte de lo que yo soy y
seré no depende, en forma fatalista o determinista de las cifras de ese código.
Siempre,
sobre todo en la juventud y en la edad adulta, es mucho más lo que yo decido a
partir de mi comportamiento libre que lo que recibo por herencia.
En
el comienzo de la vida la persona es dependiente en un alto porcentaje de otro
ser (la madre), y lo que tiene de independencia es más un adiestramiento que una tarea asimilada inteligentemente.
En una
fase posterior, con
el ejercicio racional de la
inteligencia, surge el conocimiento y la
conciencia de sí,
y se recibe una instrucción que
va más allá del adiestramiento físico, pero que permite conductas más libres
que antes y, por tanto, una mayor independencia y autonomía.
Y
posteriormente, la educación propiamente hablando me hace mover en esferas
de libre querer y la independencia se convierte en
autodeterminación y autorrealización, con un mínimo grado
de dependencia de
los factores genéticos.
La
construcción es desarrollo humano integral, tarea de mejoramiento continuo,
labor de esfuerzo y lucha para vencer las limitaciones y, sobre todo, empeño
por forjar hábitos estables de vida que me permitan alcanzar un grado de
madurez por el cual me convierte en dueño de mi destino.
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