Jorge
Yarce
Pienso
que el líder es el gran elemento del cambio para ayudar a construir la sociedad
que todos anhelamos. Pero no va a hacerlo con base en el no sino con base en el sí, con la pedagogía
afirmativa de quien sabe que ser hijo de su tiempo no es acomodarse a las
circunstancias del tiempo y de la sociedad.
Al contrario, es tratar de cambiar
las circunstancias adversas de cada época para abrir paso
a nuevas realidades.
No es aceptar las circunstancias
como fatalmente dadas, lo que supondría renunciar a las posibilidades de la
libertad humana, sino afirmar este libertad y desde ella afrontar la
construcción de la realidad social.
Cuando al
tenebroso Fouché, jefe
de la policía secreta francesa
durante casi cincuenta años, le preguntaban como había hecho para sobrevivir al
Terror, a Napoleón y a la República, se limitaba a responder: “yo soy un
humilde servidor de las circunstancias”. Hay demasiados servidores de las
circunstancias, demasiadas personas resignados a los males presentes,
demasiados conformistas con el establecimiento, demasiados fanáticos de la
sociedad consumista, demasiados
defensores a ultranza de sus propios intereses sin prudente equilibrio con la
defensa de los derechos legítimos de los demás, demasiados seguidores del
capitalismo salvaje, demasiados amigos de la violencia y demasiados partidarios
de la intolerancia.
Necesitamos
romper esos paradigmas y demostrar
con hechos que
hoy es el momento y la oportunidad para los
líderes, para muchísimos hombres y mujeres llamados a desarrollar su potencial
de liderazgo en su puesto de trabajo, en el aula de clase, en el hogar, en el
trabajo o en la acción social. Nuestra cuota en la comisión o en la omisión es
inexcusable, y constituye una oportunidad de cambio, un llamado a la
responsabilidad, es decir a la urgencia de dar respuestas acordes con las
expectativas de la sociedad.
Liderazgo
que es sinónimo de vocación de servicio
y de ejemplaridad a
todos los sectores de la nación.
No es convertir la propia tarea en
una trinchera o
en un parapeto sino hacer de
ella el hogar por excelencia del diálogo. El líder, como nadie, debe estar
abierto a un diálogo total sobre lo que es su primer y preferente tema: la
suerte de la nación.
El líder,
antes de ser
constructor de sociedad, ayuda a
ser constructor de sueños en los demás: de visión, de ilusiones, de anhelos e
ideales por los que vale la pena empeñar la vida. El liderazgo del profesor,
por ejemplo, exige inculcar metas ambiciosas a las jóvenes generaciones,
enseñar a los alumnos a crear el futuro con sus propias manos, ayudarles a
pensar en grande –con mayor razón en el
momento actual–, acompañarlos en el camino de la ciencia y la generación del
conocimiento y en la búsqueda de soluciones a las necesidades y a los desafíos
de la sociedad.
Los
signos del cambio, las tendencias que impulsan a la sociedad en el mundo, no
son ajenas a ese
llamado. Advertirlas y adecuarlas a la realidad peculiar de
nuestro medio es un primer paso que requiere creatividad e innovación, afán
emprendedor y valentía colectiva.
Necesitamos
líderes que estimulen al cambio permanentemente, que no se dejen llevar por la
inercia de los acontecimientos o por la polarización de su tarea en torno a las
negociaciones únicamente de
tipo económico, pero a través de las cuales debe adivinarse una
visión más completa
del futuro que debemos tener y de la estrategia que nos impele a
optimizar los recursos. No hay que tener miedo a la competitividad, ni a la
competencia leal entre el sector público y el
privado. Más bien
buscar puntos sinérgicos de encuentro
para hacer de la construcción
social una causa
común aunque diferencial en algunos aspectos.
Los
nuevos líderes que aspiran a formarse en un clima de participación y
solidaridad están ante la más desafiante de las oportunidades: dar un giro copernicano
a la actitud del estado y de la política frente a los problemas de un país:
actuar con decisión y proactividad.
Mirar
desde el bien común, edificar desde la diferencia y
por la vía
del consenso. Si somos
conscientes de haber
hecho lo posible hasta ahora,
tratar de hacer lo que parece imposible: romper los paradigmas del
atrincheramiento en posiciones dilemáticas –
–todo
o nada– poco viables hoy, y buscar la alternativa de la negociación y el
diálogo con base en la confianza y en la credibilidad.
La
piedra de toque de los grandes cambios es siempre la encrucijada de una crisis
profunda y momento propicio para la acción de cambio de los líderes. Hay un
semáforo en rojo indicador del límite, que es la trasgresión de la ética. Pero
empecemos por cambiar, por modificar actitudes y hábitos. Por poner en primera
línea el afán emprendedor para mirar todas las posibilidades, para crear nuevos
proyectos, para hacer aquellos que parecerían imposibles, para desterrar la
amargura y la indiferencia, la mediocridad
y la rutina.
Si nos hacemos mejores, mejoraremos
lo que hacemos. Pero eso no es posible sin una gestión personal
y corporativa de
los valores. Frente a la
corrupción sólo cabe colocar los valores en el primer plano de la conducta.
La
expectativa actual de la sociedad ante los líderes de cualquier campo es
solicitar transparencia, eficiencia, trabajo intenso, credibilidad y ética. La
pregunta clave es cómo incorporal vitalmente
el anhelo, la meta, el objetivo para que sean, a la vez, un sueño pero, más
todavía, un propósito desglosado en planes de acción de futuro.
Esa
es la raíz de las motivaciones más poderosas para convertir los proyectos en
realidad: partir de nosotros mismos y proyectarnos con energía y consistencia.
Se trata de hacer operativos los valores, de encarnarlos de tal manera que
resulte altamente productivo, para una empresa o para una institución,
contar con personas que practican los
valores. Y nos referimos a valores personales como laboriosidad, confianza,
comunicación, sinergia, flexibilidad,
responsabilidad, comprensión, honestidad,
generosidad, como a valores sociales como participación, solidaridad, servicio,
civismo y patriotismo.
Cuando
faltan valores, los individuos y las sociedades se vuelven mediocres,
conformistas, facilistas, sin visión de futuro y sin grandeza de ánimo
para emprender ambiciosas tareas. En
cambio cuando hay cultivo -eso quiere decir cultura- de valores, las
transformaciones son más duraderas porque se basan en lo permanente, en lo que
lo que queda en las personas mientras las técnicas pasan, como pasan las modas.
La
sociedad lo necesita, lo espera, lo exige. Hay que darse prisa, romper lo
rutinario, romper el equilibrio,
arrojar fuera los temores, influir, comprometerse más con
el bien común y los resultados llegarán antes de lo esperado, más de lo
esperado y mejor de lo esperado.
Hay
que aplicarse con urgencia las duras lecciones del pasado y recordar vivamente
la idea de Bergson de que el porvenir pertenece no a quienes lo sueñan en el
vacío, ni a quienes lo planifican en abstracto sino a quienes, siendo fieles a
sus promesas –a sus principios, a sus raíces, a sus realizaciones, a su gente,
a su familia, a su empresa y a su sociedad–
asumen las responsabilidades sin vacilación y afrontan la construcción
de ese futuro con entusiasmo.
La comunidad
necesita del liderazgo
que trate de hacer lo imposible, pues lo posible ya está hecho. Para
ello hay que empeñar lo mejor de uno mismo para contribuir a que una
institución ayude a cambiar la sociedad entera,
para que de ella salgan los líderes que van a reconstruir el país.
Estamos
llamados a ser líderes que sienten la abrumadora necesidad de trabajar sin
descanso para que la sociedad supere la crisis profundas que vive, y todos
seamos constructores de paz y convivencia, de justicia y de progreso.
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