Optimismo
es la actitud afirmativa ante la vida, que lleva a reaccionar con ánimo
positivo y confianza frente las dificultades, con la convicción de que pueden
afrontarse con éxito.
Un
estudiante pregunta a su profesor, “para
qué sirve todo lo que se estudia, si cada día hay más profesionales y cada día
el mundo está peor, hay más pobres, más inseguridad y más hambre”. El profesor
le responde: “La única manera de asegurarnos de que las cosas cada vez sean
peores es lograr que todos los que estamos aquí pensemos como usted está
pensando”.
Si
queremos construir un mundo mejor, tenemos que imaginárnoslo, trabajar duro
para construirlo, pero especialmente creer que es posible lograrlo. El
optimismo lleva a mirar el horizonte de
una manera diferente, sin deformarlo ni ignorar las dificultades, con los pies
en la tierra y con el convencimiento de que las cosas pueden mejorar.
El optimismo
se manifiesta en
todo momento, pero, sobre todo, sale a relucir espontáneamente cuando
las cosas no van bien. Con pesimismos y
negativismos lo único que se
hace es empeorarlo
todo porque ánimo de quien las mira así, pierde fuerza y el porvenir se
obscurece. Por ejemplo, si ante la ola de terrorismo que padece el mundo
dejamos que el desaliento penetre a fondo en los espíritus, se pierden las fuerzas
interiores necesarias para afrontar exitosamente el mismo
terrorismo y el futuro, e incluso para poder pensar que esos fenómenos no son
definitivos, que tienen que pasar, porque ese no es el estado normal de una
sociedad.
No
se trata de afirmar un optimismo ingenuo sino realista, que cuenta con las
limitaciones de la condición humana y, en último término, con que el mundo no
está gobernado por un destino ciego, por el azar o por fuerzas incontrolables.
Existe Dios y existe su providencia sobre la historia humana, que no suprime la
libertad del hombre, y sus designios sobre el hombre no son fatalistas,
negativos, pesimistas o derrotistas.
Es
más fácil ser negativos o dejarse llevar por
el negativismo, como
es más fácil destruir que construir, o no confiar o
creer en lo que hacen los demás. Hay que darse cuenta, aceptar,
lo bueno que
hacen los otros, incluso para
entender que lo que hace cada uno de nosotros a veces es mejor de lo que
pensamos, no por vana complacencia sino por autoestima. Además, creer en lo que
los demás hacen es un inmejorable motor generador de confianza, valor que
va muy unido al optimismo.
Razones para ser
optimistas
La
autoestima, así como el conocimiento y valoración de los demás, son factores
que ayudan a que el optimismo tenga bases sólidas y, en consecuencia, se logren
los resultados esperados, se resistan airosamente las contrariedades y, seamos
capaces de transformarlas en oportunidades. Ser optimista no es ostentar
actitudes triunfalistas. Tampoco manifestar alegría bulliciosa en todo momento.
Es más bien una actitud basada en la
seguridad de que
las cosas cambian a mejor si se actúa positivamente, lo cual no depende
del temperamento o de las ganas. El optimismo (como su contrario, el pesimismo)
es contagioso, se transmite fácilmente y facilita un clima de apoyo mutuo entre
las personas.
A
veces, el optimismo se alimenta de reales o aparentes fracasos convertidos en
experiencias de vida útiles, aleccionadoras, que llevan a confiar más en sí
mismos y en los demás y a evitar que los errores se conviertan en un fardo
insoportable. Juega mucho en todo esto
la actitud ante las personas y los acontecimientos. Lo resumía así un
padre a sus
hijos: “Es más fácil trabajar con el que dice no puedo que
con el que dice no quiero”
El
optimismo no ignora la realidad, ni desconoce su impacto, sino que evalúa
objetivamente la importancia que tienen los hechos. El desengaño de ahora, o
los problemas que padecemos en una determinada
época, tienen un
tamaño que con el paso del
tiempo, y con las soluciones que se ponen
para resolverlos, adquieren una nueva dimensión. Lo que parece
sin remedio en la vida, muchas veces no lo es tanto, si se mira en otra
dimensión.
Dar la vuelta
al modo de ver las cosas
Hay
que dar
la vuelta, el
giro grande a la
manera negativa de las cosas para no
caer cae fácilmente en la crítica destructiva, en la amargura, con
las que sólo
se hará más difícil el cambio de conducta de uno o de
los demás. Y hace falta, para arraigar el optimismo una voluntad firme y
afincada en lo que se quiere, y metas y objetivos claros.
Además,
todos huimos del trato con la persona pesimista. Y debemos cultivar todo lo que
refuerza el optimismo: el buen humor, el entusiasmo, la serenidad, la
tranquilidad, la paz. No vivimos en el mejor de los mundos posibles pero
podemos mejorar el mundo en que
vivimos. El cambio
hacia un mundo mejor lo hacemos quienes creemos en que
el hombre no puede reducirse a sus instintos animales ni su vida al goce
sensible o a lograr sólo el bienestar
físico o el poder político o económico.
Plata
(dinero), poder y placer forman una trilogía que trata de dominar en el mundo
actual. Hay que
empeñarse seriamente en que esa trilogía se cambie por la búsqueda
del ser persona, del servir y de la solidaridad. Mucha gente esconde, detrás de
un aparente modo de vida feliz, muchos problemas que no se atreve a confesar:
excesiva preocupación por el dinero −cómo cuidarlo, invertirlo, gastarlo−,
sobre la salud −cómo conservarla, mantenerse en forma, no dejar ver la
huella de los
años−, sobre el
sexo
−dependencia,
búsqueda insaciable de experiencias−,
sobre la muerte
−temor a
afrontarla,
negación de lo evidente−, sobre la
fe
−no creen en Dios porque creen en cualquier cosa−, etc.
Una
de las causas de fondo del pesimismo que anida en muchas manifestaciones del
mundo actual es esa falta de fe, no mirar las cosas en la perspectiva de la
eternidad. “Salvarán este mundo nuestro, no
los que pretenden narcotizar la
vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas o de bienestar
material, sino los que tienen fe en Dios, y saben recibir la verdad de Cristo como
luz orientadora para la acción y la conducta” (J. Escrivá).
Se puede más
con una gota de miel que con un barril de hiel
Recordemos
el maravilloso testimonio de Hellen Keller: “La mayoría de la gente mide su
felicidad en términos de placer físico y posesión material. Si la felicidad se
pudiera medir y palpar, yo, que no puedo ver ni oír, tengo todos los motivos
para sentarme en una esquina y llorar sin parar. Si a pesar de mis privaciones,
soy feliz, si mi felicidad es tan
profunda que se
convierte en una filosofía de vida, entonces resulta que
soy una persona optimista por elección. El optimismo es un hecho que reside en
mi corazón”.
El
optimismo no una simple corazonada o tender un manto sobre la ola de terror y
de maldad de que son capaces la mente
y el corazón humano. Es girar un cheque abierto a favor del bien de que
es también capaz de albergar y de hacer el corazón humano: “Mi optimismo no
descansa en la
ausencia de mal, sino en la
creencia de que el bien prevalece al final” (H. Keller).
Estamos
llenos de conflictos y guerras en un mundo más avanzado científica y
tecnológicamente que nunca.
Los infartos, los cánceres
devastadores, la violencia intrafamiliar, las enfermedades mentales, los
deterioros emocionales, todo eso está al orden del día. Pero también lo está la
lucha de muchísima gente por lograr su felicidad, por hacer las cosas bien, por
ayudar al prójimo y por conservar la esperanza como un valor al que no se puede
renunciar jamás.
El pesimista
siempre encontrará razones para defenderse porque le falta
coraje para formar parte de la solución. Hay que amar mucho más el sacrificio,
esforzarse más por la virtud, que dejarse arrastrar por los acontecimientos,
por los medios de comunicación o por las ideologías o las modas de ocasión. El
optimismo es posible en la medida
en que nuestra
vida está anclada en principios
fundamentales y en cuanto procuramos convertir
nuestros sueños en realidad, comprometiendo nuestra libertad en
cada momento, pensando siempre en la meta.
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