De La Soledad Al Complemento

Otro aspecto de la muerte es la soledad, relacionado también con la trascendencia. La muerte es la soledad más radical. Los demás no mueren conmigo, son sólo testigos mudos de algo que no entienden a fondo.






La muerte de los otros no me enseña a morir pero si me enseña cosas de la muerte. Sobre todo si son seres a los que amo, no a los que amaba, porque esto sería declararse en pérdida total.



Ahí   queda   la   fidelidad,   la   donación,   la promesa  de  eternidad,  imborrable, inacabable, a través de la cual las persona amada permanece en uno. Si considero que la perdí para siempre, es que en realidad no la amaba y su recuerdo queda reducido a una fotografía que se desvanece con el tiempo, muy distinto de la imagen que se graba en el corazón de quien ha vivido en comunión con ella.



Por eso la presencia del ser amado es perenne y adquiere sentido más profundo todavía a través de la fe en Dios: es el tú de Dios el que da consistencia al nosotros del amor. Así se sobrepasa la soledad de la muerte,  se  trasciende  cuando  están presentes los demás en nuestra vida, cuando está presente Dios. Si hay verdadero amor, si hay comunión, si hay vida del espíritu que se comparte, la muerte no romperá nada definitivamente, será sólo soledad física porque hay comunión de las personas para siempre.



La muerte es un complemento del ser, en sentido perfectivo, aunque se halle en una zona velada a toda comprobación. Es como un caparazón misterioso que recubre al ser, lo cierra y termina pero, a la vez, proyecta sobre él una luz que nos descubre aspectos valiosos de la existencia.





La muerte ilumina el camino y nuestros ojos recogen parte de su brillo de aquella luz y se proyectan en la trascendencia personal. Ese brillo,  que  es  propio  de  los  ojos  de  la juventud, tiene aquí un significado. Se necesita juventud interior para entender la muerte, para aceptarla, para comprender que cuando ella llega, empezamos a vivir de otra manera.



Ante la muerte no se puede envejecer, hay que  esperarla  con  el  alma  joven.  Es  muy triste ver a alguien envejecer corporal y espiritualmente: su ser se apaga, sus ojos no brillan, ni alumbra con su mirada. Es una muerte en la que no hay alegría porque se está perdiendo la vida.



Si hay alegría es porque se vive y se continuará viviendo, ya sin el tiempo, es el inicio de la verdadera juventud…Es la hora de la partida, pero no de una partida triste, de modo   que   cuando   llegue   de   verdad   la muerte, resulta que ya estamos en camino, en alta mar, ya estamos preparados, porque habiendo partido desde antes, la meta estará más cercana.



“La muerte de los jóvenes es como apagar con muchas aguas una fuerte llama. Los viejos, en cambio, mueren como se consume un fuego: solo, despacio, sin necesidad del agua”. Cuando el corazón es perennemente joven, la vida es una llama que permite ver el brillo de los ojos, la luz que alumbra otra luz, la proyectada por la muerte.



La juventud del alma no se puede perder porque con ella se perdería la razón de vivir. En la juventud de los años se germina la otra, la   que   es   para   siempre,   que   se   va alcanzando y renovando poco a poco en la madurez.



No importa que la llama de una vida espiritualmente joven esté encerrada en un cuerpo viejo -no hay que olvidar en nuestro tiempo tantos cuerpos jóvenes que ya están envejecidos, jubilados de la vida, por la droga o por otros excesos- porque que para apagar esa vida hace falta mucha fuerza.



Es como si la muerte se resistiera, quisiera combatir, aunque a la larga tendrá que contentarse con el dolor y las lágrimas de la separación porque la vida, el espíritu, sigue, la vida triunfa.



La muerte ha sido rodeada de un romanticismo de puestas de sol, ojos lánguidos y llorosos, como si se tratara del paraíso perdido. En el fondo es resultado de querer erigir el cielo en la tierra, de aferrarse con ansias a la finitud del cuerpo que engañosamente es vista como infinitud. Se trataría de una vida que se resuelve en sí misma, que se cansa y se agota buscando una felicidad donde no puede haberla, una juventud donde al final sólo hay vejez.



No hay que usar máscaras para describir el drama  de  la  muerte  y  el  contrapeso  que ofrece  la  inmortalidad  del  espíritu.  Desde éste hay que purificar la existencia e impedir que la temporalidad nos cierre el paso y nos quedemos en el hombre plenamente terreno. A eso se deben muchas angustias hoy en día porque  se  opaca  el  espíritu,  se  pierde  el horizonte, se olvida la trascendencia.



El   hombre   acorralado   se   hunde   en   la angustia que lo conduce a la desesperación y al absurdo. La sin salida lleva algunos al suicidio, que es la manera más radical de no poder hacer nada más, de truncar el destino, de ceder el paso a la muerte como límite último.



Angustia al acecho



He dicho antes que lo opuesto a la trascendencia  es  la  inmanencia,  ese quedarse encerrado en los estrechos límites de la existencia corporal y del yo psicológico. Se puede caer en el nihilismo, en el ateísmo o en el agnosticismo que no toma partido por Dios  ni  lo  niega.  Esta  angustia  paraliza  la vida humana y nos pone ante la muerte límite contra el cual se despedaza la existencia y choca toda posibilidad de sobrevivir, todo anhelo de inmortalidad.



Hay una angustia válida que es la que procede de la conciencia de ser limitados, de palpar la finitud de nuestra naturaleza, el sentirnos  profundamente  vulnerables, también por los errores y por lo que en la conciencia cristiana es la evidencia del pecado, que introduce la muerte a la vez que abre   las   puertas   a   la   recuperación   del hombre   por   Dios,   porque   reconocido   y confesado el pecado, la muerte deja de ser muerte del alma.



Lo que, en ese caso, podría ser una angustia de lo absurdo, se convierte en una angustia ante el mal, del ser afectado, del ser que necesita  apoyarse  en  Otro,  que  nos  da sentido porque va más allá de la muerte.



En la perspectiva cristiana nuestra muerte no es aniquilación porque es una muerte que cobra sentido por otra muerte, la de Cristo. La muerte corporal deja de ser barrera para ser liberación, porque El triunfó sobre la muerte. Hay vidas a las que acercándolas a este misterio, recobran su sentido, dejan de ser vidas perdidas, se curan por algo que las trasciende.



Hay  muchas  vidas  fracasadas,  perforadas por el rictus amargo de la muerte anticipada, a veces por la ruptura física que produce la enfermedad  o por el drama  psicológico  de una patología de la personalidad. Pero siempre hay un poco de luz, posibilidad de recuperarlas, de infundirles nueva vida.



La esperanza de los caminantes



En el camino hacia la muerte, en el desenvolverse de la vida, en el ayudar a recuperar las vidas rotas, el ser humano necesita dónde apoyarse, sabe que su horizonte no es desértico, que espera algo que da sentido al seguir caminando en la existencia.



Es como un lucero que no puede apagarse porque andaríamos en la obscuridad por siempre,  mientras  buscamos  esa  plenitud que no llega aún. Esa es la esperanza, lo que nos sostiene como caminantes. No tener la plenitud no es algo puramente negativo, es una indicación de que tenemos posibilidades mientras dispongamos del tiempo para preparar nuestras alforjas para más allá del tiempo.



La vida humana es siempre estar en camino hacia  algo,  no  en  camino  hacia  ninguna parte. Es decir, tenemos un ideal, una meta desde el principio del camino, que consciente o inconscientemente influye en mantenernos en camino.



Llamémosla   felicidad,   proyecto   de   vida, ansias de perdurar. Es el intangible más importante de la vida aunque no está al alcance de la mano, ni es objeto de manipulación.



El hecho de que sea intangible no puede llevarnos a descuidarla o a pensar que está en desventaja con lo tangible que tanto nos preocupa. Recordemos que los bienes más valiosos de la vida tienen ese carácter: la libertad,   el   amor,   la   fe,   la   justicia,   la amistad…



Pero con la mirada puesta en esa meta discurre la vida concreta, la realización personal  diaria.  No  hay  felicidad  que  esté sólo al final del camino. Si es verdadera felicidad de algún modo está a la base de toda pregunta por el sentido de nuestra vida. La felicidad del hombre está en llegar a ser lo que es, en el sentido de que ese “es” no le viene dado de una vez al nacer o al vivir.



Es búsqueda de plenitud, es aspirar a ser cada vez más hombre, más persona. Su existencia necesita un despliegue constante, un saber que debe perfeccionarse, completarse  progresivamente.  Debe  ir siempre a más.



De ahí el constante dinamismo y el mantenerse en tensión permanente para poder conseguir el objetivo, el ideal. Pero los hombres somos conscientes de que la plenitud a la que aspiramos no es toda la plenitud posible, todo lo que puede encerrar la esperanza.



Vuelve y surge la necesidad de conectar la esperanza con la trascendencia absoluta, la de Otro, la de Dios como respuesta y fundamento último de toda esperanza humana.




La esperanza, en ese sentido, va unida a la invocación, a la llamada que desde el ser del hombre, ese ser que aguarda ahí su plenitud, llamada que es como un disparo al infinito en busca  de  ser  oída,  de  ser  atendida  por Alguien que ha sembrado la raíz de esa esperanza en el corazón humano.

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