La trascendencia nos desvela
el sentido de la muerte.  Por  eso, 
creo  conveniente detenerme  aquí 
en  estas  reflexiones, 
para ver cómo la muerte nos abre a la trascendencia  y 
cómo  desde  la trascendencia, desde Dios como el
trascendente absoluto, se clarifica el sentido de la muerte.
No es que se aclare todo,
pero sí se comprenden ciertas tensiones, ciertas incertidumbres y, sobre todo,
ciertos interrogantes que la persona se hace a raíz del pensamiento de la
muerte o de la consideración de la muerte de los demás, cuando tiene ocasión de
experimentarla.
La muerte está muy
desprestigiada en el mundo como tema de reflexión o discusión. Nadie se atreve
a negarla, a pensar que un día le llegará, pero nadie da un peso por ella, como
si fuera algo inútil, de lo que no hay que 
hablar  porque  hacerlo 
es  mala educación.  Sin 
embargo  hay  gente importante haciéndonos caer en cuenta
de su valor.
Uno de ellos Steve Jobs, el
fundador de Apple, en su famoso discurso a los estudiantes de Stanford: “Recordar  que  moriré 
pronto  es  la herramienta más importante que haya
encontrado  alguna  vez 
para  ayudarme  a tomar las grandes decisiones en mi vida.
Porque   casi   todas  
–   las   expectativas
externas, el orgullo, el
temor de la vergüenza o del fracaso – estas cosas desaparecen con la muerte,
dejando solo lo que es realmente importante. Recordar que vas a morir es la
mejor  forma  que 
conozco  para  evitar 
la trampa de pensar que tienes algo que perder. Ya estas desnudo. No hay
razón para no seguir tu corazón.
Nadie quiere morir. Aun
cuando las personas quieren ir al cielo no quieren morir para ir allá. Y la
muerte es el destino que todos compartimos. Nadie se ha escapado de ella alguna
vez. Y es como debería ser, porque la muerte es muy probablemente la mejor
invención  de  la 
vida.  Es  el 
agente  que cambia la vida. Limpia
lo viejo para dar vía a lo  nuevo.  Ahora 
mismo,  lo  nuevo 
eres  tú, pero  algún 
día  no  muy 
lejos  de  ahora, llegarás a ser gradualmente el viejo y
serás apartado. Disculpen por ser tan dramático, pero es la pura verdad”.
Si lo dice un filósofo o un
predicador, el tema pasa de largo. Pero que lo diga una figura contemporánea
del mundo de la tecnología y los 
negocios,  tiene  una 
fuerza  especial.  Y que lo diga a raíz de la graduación de unos
jóvenes que están comenzando su vida, tiene un relieve  notorio porque, sin  quererlo, 
les está aguando la fiesta, en un sentido, porque no se lo esperaban, viniendo
sobre todo del inventor del Ipod, que llevan pegado a sus orejas buena parte
del día.
Pero en otro sentido, les
está  haciendo  el mejor de los regalos, les hace el favor de
hacerlos  pensar  en 
las  realidades importantes de la
vida, de las cuales no les hablan ni mucho ni poco en la universidad. Y las
palabras que acompañaron a las anteriores son prueba clara de que no quería
aguarles la fiesta sino pensar con realismo en su futuro:
“Tu tiempo es limitado, por
eso no lo desperdicies viviendo la vida de alguien diferente. No te dejes
atrapar por el dogma – que es vivir con los resultados del pensamiento de otras
personas. No permitas que las opiniones de los otros ahoguen tu propia voz
interior. Y lo más importante, ten la valentía para seguir tu corazón y tu
intuición. Ellos de alguna manera ya saben lo que tú realmente quieres llegar a
ser. Todo lo demás es secundario”. 
Un
doble panorama
Normalmente, se presenta
la  muerte como fin, como término o
acabamiento, de ahí su sentido 
negativo.  Un  poco 
su  carácter  de tema para causar sustos. Pero eso sólo es
un punto de vista. Si el ser humano es espiritual e inmaterial, si tiene un
principio de inmortalidad corroborado por su anhelo de vivir siempre y por la
fe que le dice que su destino no termina allí, el panorama puede ser diferente.
La muerte, como lo insinuaba
Jobs, es parte y parte importante de la vida, no el final de la vida. No es un
muro que tapona la existencia. Es un límite superable, cuando se acepta la
inmortalidad. Lo que pasa es que cuando pensamos que no tenemos más que cuerpo,
éste se disuelve con la muerte, y se pierde la vida.
Pero si la vida está animada
por un principio superior al cuerpo que está presente en todo él, la vida no se
pierde, no desaparece. Reducir la muerte humana a la muerte del cuerpo es
empobrecer la vida y su sentido trascendente. Esa muerte es sólo muerte del
cuerpo porque el alma es principio de vida y creada para vivir siempre, para
perdurar más allá del tiempo, fuera del tiempo, en ese otro tipo de duración
que llamamos eternidad.
Quienes no aceptan un
destino trascendente en el hombre lo conciben como un “ser para la muerte”, una
posibilidad última, en la que la muerte es el cierre de la existencia temporal,
dos términos que a partir de ese momento carecen de sentido. Pero, podríamos
decir, que se vive para la muerte cuando se muere para la vida, para el destino
trascendente más allá de la vida corporal, en lo que hay que tratar de
profundizar un poco más.
Vista así, en esos últimos
términos, la muerte tiene  influjo  sobre 
la  vida,  rebota 
sobre  la vida misma fortaleciendo
su sentido. Esto, para los cristianos, por ejemplo, tiene un sentido  todavía más profundo.  El 
bautismo “consagra” a la muerte, porque en él, según la teología, se
nace, se muere y se resucita con Cristo. Es como una puerta de entrada que pone
en contacto con todas esas realidades por anticipado.
Significa que sin fe, sin
proyección a la Vida, se tiene mayor riesgo de estar sometido al poder  de 
la  muerte  destructora 
y aniquiladora. Pero, a partir de ahí cambia de “ser para la muerte” a
“ser vida para la Vida”. La fe libra de una vida puramente terrena, que lleva a
la muerte sin más. Para el cristiano, 
a  partir  del 
bautismo,  su  vida cuenta además, con la muerte de Cristo,
haciéndola suya de alguna forma, para poder vivir, para poseer el espíritu
vivificante.
Por eso no es extraño que se
diga que en el bautismo somos “consepultados” (San Pablo) con Cristo, lo cual
implica la “con-crucifixión” con él mismo, para a la larga, resucitar con
El,   lo  
cual   quiere   decir  
que   hay   una superación de la vida corporal mortal y
se recupera esa vida con otro carácter, no por las propias fuerzas humanas sino
por una gracia superior, pro la cual se siembra en el hombre  esa 
tremenda  aspiración  que encierra la esperanza...
Vivir
muriendo y morir viviendo
La muerte es un misterio,
que los latinos traducen del griego por la palabra “sacramentum”   (sacramento).   Es  
que   en cierto sentido la muerte
es como el gran sacramento que sella la vida y, a su vez, la abre a lo
escondido más allá (misterio), a lo que no nos es accesible de modo completo,
que sólo podemos vislumbrarlo con palabras balbucientes e inexactas.
Como se comentó antes, la
muerte es una especie de “consagración” del hombre, de unción que lo marca para
que desde una vida mortal encuentre la perspectiva de la inmortalidad que está
en él mismo como principio de vida.
La muerte adquiere un
sentido positivo si penetra en la vida como un gran río que desemboca en el mar
y sus aguas van muy adentro de él. Ya en la vida, en medio de la vida, estamos
en medio de la muerte. Por un lado estamos afectados de una muerte corporal
progresiva y, por otra, en un sentido espiritual, debemos morir a una vida
demasiado  terrenal,  elevándonos 
con  las alas de la trascendencia.
San  Pablo 
recomienda  “morir  cada 
día”, como quien dice, para que la muerte no nos sorprenda de un solo
golpe, sin preparación alguna. En cambio, si me he desprendido poco a poco de
la vida, me encontraré con algo esperado y el paso será menos difícil, aunque
siempre será difícil. Expresado con otras palabras: conviene morir viviendo y
vivir muriendo.
Morir  viviendo 
porque  muere  quien 
debe morir, el cuerpo, y vive quien ya empezó a vivir con el cuerpo, el
espíritu. Vivir muriendo, porque la vida física se acaba y la vida en su
sentido completo exige la muerte de todo monopolio de lo corporal sobre la
existencia, de modo que con la muerte paulatina citada antes, se van eliminando
los obstáculos para que el espíritu fecunde la vida.
Sólo una muerte que se
presenta como un muro intraspasable hace perder sentido a la vida. Esta tenderá
a resolverse en sí misma, endureciendo a la larga su entorno con una costra de
angustia que impide los destellos de luz de la muerte sobre la vida. Se vuelve
amarga (“¡O muerte cuan amargo es tu recuerdo!” dice la Biblia) y se convierte
como en un taladro de la existencia, dejando la vida en una horizontalidad
monótona.
Entonces la muerte se
ridiculiza, se minimiza, se torna un tema desagradable y hasta peligroso. Por
el contrario, si la muerte es parte  
del   flujo   de  
la   vida,   acaba  
por protegerla y defenderla. Deja de ser un absurdo al que está sometida
la vida y se supera el encerramiento total del ser, cuando se abre a la
trascendencia de Dios.
“Nuestras vidas son los ríos
que van a la mar que es el morir…” (Jorge Manrique). Ríos, caudales estancados
o torrentosos, mansos o 
turbulentos,  todos  caen 
al  mar.  Allí 
se acaba el tiempo, porque es el más allá, que no se puede medir desde
acá aunque se intente mirar.
El problema está en que el
otro lado o el más allá sólo lo puedo alcanzar desde más acá, a través   de  
esos   ríos   de  
minutos   y   de segundos, irrepetibles e irremplazables,
que fluyen y se desgranan en los relojes, que desembocan en la muerte. Luego,
no habrá más tiempo, es decir ya no contaremos con eso     con    
lo     que     hemos 
   contado
 inseparablemente en la vida.
Y hay que responder por cada minuto y por cada segundo.
De ahí que sea importante
pensar en el valor del tiempo, no sólo de cara a la muerte, sino de  cara 
a  la  vida. 
No  podemos desperdiciarlo,
malgastarlo sino considerar que “el tiempo es oro”.

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