Jorge
Yarce
Educar
supone también una formación en valores; supone potenciar los que la persona ya
posee y crear e impulsar otros nuevos.
Sin esos valores, es imposible que el
niño o el joven se desarrollen plenamente; tampoco es posible que se prepare
debidamente para la vida profesional y la interacción social. Por esto,
es vital que exista una continuidad entre los valores que fueron inculcados en
el hogar y los que se refuerzan en los centros educativos, de modo que se le
exija, a medida que crece, más autonomía
y responsabilidad.
Es
decir, no basta con una educación que se centre en la acumulación de datos, en
la resolución de problemas intelectuales, en la memorización de contenidos,
aunque hoy en día existan herramientas muy poderosas que nos asisten en la
formación de este tipo de capacidades.
Los conocimientos y sus
aplicaciones juegan un papel importante, pero igualmente importante
es el
hecho de que las personas sean
laboriosas, responsables, sinceras, comprometidas, respetuosas, solidarias o
buenas compañeras. Y esto difícilmente se aprende en los libros o de boca de
los profesores, sino más bien observando la vivencia ejemplar de otras
personas.
En
la educación tradicional, los profesores enseñan y los alumnos aprenden; lo que
equivale a decir que los profesores hablan de los valores y los alumnos
asimilan la enseñanza. Pero esto contradice un hecho evidente: los valores
no los
aprendemos de lo que nos dicen las personas, sino de lo que
las personas nos demuestran con su modo de vida. Al fin al cabo, “Sólo
aprendemos de aquellos a quienes amamos” (Goethe).
Descentralizar
la mente y el corazón
En
ese sentido, los valores no vienen dados
como un hecho forzoso. Hay que descubrirlos, a veces descubriros
creativamente, con la
guía, la orientación,
el respaldo, el incentivo del profesor, de
la experiencia de
los demás, del contacto con amigos o tratando de traducir a nuestra
situación lo que nos inspira una lectura o una película.
Ayuda
mucho a una educación en los valores
descentralizar la mente,
no atarla al tradicional
esquema de que todo gira en torno a un eje central (el
conocimiento, el cerebro, el profesor o el padre de familia, las organizaciones,
el Estado, la naturaleza). Pensar más bien en que no estamosujetos a un mando
central o coordinador.
Pero
también hay que descentralizar el corazón y no dejarlo que se apegue a unas
determinadas cosas, sobre todo de orden material o a unas
determinadas personas o grupos. Hay que expandirlo para que quepa más gente
dentro, para que sea más universal en sus afectos y para que el querer sea
fruto de una voluntad firme y serena, animada por el constante deseo de hacer
el bien y de procurar que las relaciones humanas sean justas.
“Técnicamente”
educado pero deshonesto
La
educación ha sido concebida durante mucho
tiempo como la
forma más segura de escalar una
posición en la sociedad, de alcanzar el éxito, entendido como poder, riqueza,
tecnología, bienestar. Se piensa, normalmente, que el triunfo personal es poder
situarse en el más alto rango social.
A
los jóvenes se les exhorta a estudiar porque así podrán acceder al grupo
privilegiado de personas graduadas de la universidad. Pero recorrer este
proceso de aprendizaje especializado en algún campo del conocimiento humano, no
implica necesariamente que la persona al final sea buena, honrada o cívica. La
competitividad, a veces, se entiende
como poseer unas herramientas técnicas que aseguran unos ingresos
económicos y una posición a disputar
con los demás,
procurando
ser el mejor en su campo, sin tener en cuenta que puede ocurrir que esa
posición esté desempeñada sin valores éticos, y se convierta en un peligro para
la sociedad misma.
El
error consiste en reducir (y justificar) la educación como un medio para
escalar socialmente y ganar dinero. Esta es la concepción que se debe
erradicar. No es suficiente tener una profesión, aspirar a una posición o al
éxito económico; la educación estriba en aprender a ser persona, miembro de una
sociedad, habitante de un medio ambiente, constructor de modos de convivencia,
etc. La educación entonces gana una dimensión de enriquecimiento personal,
porque es una educación para la vida, para la realización de la persona dentro
del conjunto humano, para la convivencia social y el
ejercicio de la ciudadanía.
Un proyecto de
vida con dimensión social
Dentro de
la misión de
plantearse un proyecto de vida, cabe la tarea de obtener la
mayor cualificación posible
en el
orden del conocimiento y de la
preparación profesional. Lógicamente, lograr esta no es asunto sólo de saber,
sino que se trata de un saber integrado a otros aspectos fundamentales: los
afectivos, sociales, culturales, de participación e inserción en la comunidad,
de servicio y solidaridad y, sobre todo, de práctica habitual de unos valores.
No
se trata de una lucha individual
planteada contra los demás para superarlos y llegar primero a la meta, o de una
carrera con carácter exclusivamente académico, sino de una visión más
completa de lo que
constituye el desarrollo humano integral de una persona.
Más
que el tener, estriba la educación en aprender a ser. Y no se podría “ser” sin
saber trabajar y, antes, sin aprender a pensar para asimilar bien el
conocimiento y para generarlo también. La educación adquiere dimensiones que
son a la vez el horizonte de enriquecimiento de la persona. Desde el más
elemental grado hasta el más alto, la
enseñanza está apuntando
a sus metas
de muy distintas maneras y con diferentes exigencias para el alumno y para el
profesor: aprender a ser (a pensar,
a obrar, a
amar), a hacer
(a jugar, a trabajar, a tener), a aprender (a informar, a crear, a
comunicar), a emprender (a administrar, a dirigir, a liderar), a convivir (a
ser amigo, a ser buen ciudadano, a ser solidario).
Aprender
no es sólo aprender conocimientos, aprender no es sólo saber ciencia. No
podemos confundir conocimientos con inteligencia, ni inteligencia con razón. Se
aprende para la acción, para saber actuar en determinada forma, en determinadas
maneras de configurar la realidad según las distintas ciencias o artes.
Educación y
calidad personal
La
educación, por tanto, debe replantearse cambiando de enfoque el aprendizaje y la enseñanza. Ambos son para vivir mejor,
para alcanzar calidad de vida. No para llenarnos de conocimientos. Estamos
hechos de inteligencia y necesitamos los conocimientos, pero también estamos
hechos de pasiones, emociones, motivaciones, sentimientos, miedos, tristezas,
entusiasmos, alegrías, deseo, esperanzas o sea, de la amalgama de muchos valores.
La
educación debe retomar esa brújula y abandonar su frialdad y constructivismo
intelectual, desencarnado de la vida y de la sociedad.
La
educación en valores supone “aprender a soñar”, es decir, enfrentarse con la
construcción de sí mismo y de la autenticidad de la propia vida. Es
característico de la educación ayudar a forjar ideales, a fomentar las ganas de
vivir a fondo, de cambiar el mundo, de afrontar los imposibles (porque tal vez
los posibles ya
están hechos) y de
incitar al empeño
para ayudar a construir un mundo mejor.
Los profesores deben tenerlo
muy en cuenta. El
material que reciben no es duro sino blando: cerebro, corazón,
inteligencia emocional, sentimientos, valores.
Se puede forjar,
modelar, arcillar como una
obra de arte,
con amor, con respeto,
con una profunda
veneración
por el ser del otro, no imponiéndole lo que se quisiera que fuera sino logrando
que salga de él su mejor tú, su propio ser para proyectarlo en una convivencia que
sea fecunda, que lleve al
servicio generoso y a la dedicación profesional con sentido de bien común.
No al
conformismo
Una
de las responsabilidades del profesor consiste en no dejar al alumno ser
conformista. El conformismo es una traición a la vida. Los jóvenes tienen
causa legítima para
protestar cuando sus sueños, sus
ilusiones, sus metas de vivir en una sociedad mejor, se ven obstaculizados por
una educación formalista y rutinaria. En cambio responden de maravilla cuando
se les invita con argumentos al compromiso apoyado en una entrega generosa, sin
cálculos y sin reservas. Cuando con valores
se les anima
a vivir valores. Todo depende de que sus sueños y el
apoyo de los educadores les fijen como aspiración lo mejor.
Hay
que soñar con un futuro donde los valores humanos estén por encima del deseo de
bienestar, de abundancia y de comodidad, para que ellos se dirijan hacia la
búsqueda de lo mejor de cada uno en la lucha por una sociedad que garantice la
verdad, la creación de cultura y los principios fundamentales para la
convivencia (la dignidad humana, la libertad, los derechos
humanos).
La
educación hoy está llamada a formar personas felices, a generar confianza,
credibilidad y seguridad
en ellas y a
hacerlas capaces de trabajar por el bien común, a pensar más en el servicio que
en el beneficio material o personal. En la era
del conocimiento las instituciones están llamadas a fortalecer el
saber como capital primordial, más que el financiero o el físico, pero para
ello tienen el desafío de la integración
del conocimiento en la vida.
Es
decir, dejar de estar a la zaga y a la defensiva para pasar a la ofensiva
constructora de un nuevo estilo de educar, dirigir y liderar, para configurar
una nueva sociedad: quien más puede hacer, más debe hacer, es el lema.
Quien
tendría que señalar las directrices
de esos nuevos caminos debería ser la educación superior, específicamente la
universidad, en la que docentes y alumnos sean constructores
de convivencia y de sociedad pacífica, justa, democrática, igualitaria. Hace
falta instaurar en las instituciones de educación una “cultura del ser”, no del
tener, lo cual implica que lo primero no es el dinero o el poder sino el “ser
persona”, el servir y el ser solidario con la sociedad que necesita de las
instituciones educativas, públicas o privadas para que sean constructoras de
sociedad.
El futuro
puede y debe ser distinto
El
futuro no tiene que ser la continuidad del
pasado, porque así
no habría cambio; es mejor mirarlo bajo nuevas perspectivas, bajo nuevos paradigmas,
bajo nuevas reglas.
Si
las condiciones externas a la educación cambian (aceleración histórica, nuevas
tecnologías, nuevo enfoque del saber) hay que pensar en cambiar sus paradigmas reconociendo que se debe dar un
giro radical: de una educación centrada en el conocimiento hay que pasar a una
educación centrada en el desarrollo humano completo. Es posible que los
paradigmas de la educación, al contrario de lo que sostiene la teoría de la
calidad, no vuelvan a cero y exijan un recomienzo radical. Pero lo que sí está
claro es la necesidad de repensar su misión y su visión en la sociedad actual.
Un
nuevo modo de mirar cuestiona mi propio sistema de valores, pero
simultáneamente me hace capaz de salir de la rutina, de convertirme en pionero.
Para esto hace
falta valentía, entusiasmo, fe en
mi tarea, confianza en mí mismo y en los demás. Hay que pisar fuerte el
acelerador para dirigirnos todos al mismo objetivo, sabiendo
que la misión de la educación hoy es más compleja por la misma complejidad de
la ciencia y de la sociedad. Este proceso implica el desarrollo de valores para
que se conviertan en cualidades operativas estables que le permitan a cada uno
obrar bien (virtudes) dentro de una armonía personal.
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