Jorge
Yarce
Vivimos
en una sociedad en permanente cambio, en la que las empresas y las
instituciones en general -también las personas- buscan responder eficazmente a
los desafíos del presente y, sobre todo, a los que se vislumbran del futuro.
El
mundo todo es un gran escenario de competitividad, de disputa de mercados, de
ofrecer cada vez mejores productos y servicios, en una palabra, de continuos
retos cualitativos. La palabra calidad, antigua en el diccionario, ha adquirido
dimensiones nuevas, nueva fuerza significativa. Fue y sigue siendo sinónimo de
perfección, de acabamiento cabal, de cosa bien hecha, duradera y
satisfactoria, un nuevo paradigma o idea
ejemplar para la acción humana. La calidad del ser humano es el más atractivo
de los desafíos que podemos afrontar hoy. Es lo más decisivo y lo más
permanente en cualquier proceso de cambio. Y hoy los cambios se presentan a
toda hora. Cambiar es perentorio para toda persona. Quien no esté dispuesto a
cambiar, será arrastrado por los acontecimientos o se quedará viendo pasar la
vida de los demás.
Además,
la calidad del ser humano no depende de las herramientas sino de la persona misma:
“Yo no resulto ser una persona de calidad porque mis acciones son de calidad.
Es al contrario: mis servicios son de calidad porque soy una persona de
calidad” (Carlos Llano). Desde lo más interior de las personas, desde su
voluntad, su conocimiento y su libertad, se generan acciones, servicios o
productos de calidad. Sin la calidad interior es muy difícil la motivación, el
trabajo que busca la perfección, el rectificar los errores, el perseverar en el
logro de resultados positivos.
Misión y
visión
Visión
es una palabra familiar a la calidad total y a todo el que quiera afrontar con
éxito el futuro. Pero la visión (sueño, para qué) se apoya y parte de la
misión. Se habla de direccionamiento por visión para indicar un proceso de
dirigir todos los esfuerzos de quienes integran la empresa hacia lo que ella
busca, es decir, a la misión (razón de ser, por qué) para la que fue creada, a los
productos que fabrica o servicios que presta.
Tratemos,
pues, de centrarnos en la visión personal –lo que cada uno quiere de sí, su
sueño de futuro– que permite ajustar la misión que cada uno quiere cumplir como
empleado, como persona, como esposo, padre o hijo, como amigo y como ciudadano,
en una sociedad en cambio, cada vez más compleja y con mayores retos de cara al
futuro, ese futuro que no está en
ninguna parte, pero que hay que construirlo desde el presente, desde ahora.
La
clave del futuro para las empresas y las instituciones no radica solamente en
las reservas de energía nuclear, petrolífera o carbonífera, ni en las riquezas
materiales de ningún tipo, sino en las
inagotables reservas espirituales del hombre: “Lo esencial para la generación de
riqueza es el cultivo de los valores espirituales de los que deriva toda
riqueza” (Georges Gilder). Y esta es una revolución silenciosa, con base en los
valores podríamos denominarla el gran giro hacia la calidad total personal.
Sólo
en el hombre, contando con ese “suplemento de alma” que debe haber en todas sus
tareas, se encuentra la gran palanca del progreso. En esa fuerza del espíritu
humano abierta al infinito, o mejor, capaz de infinito, como diría Tomás de
Aquino, encontramos la salida coherente
hacia el futuro. Hay que acentuar esta afirmación porque por doquier se lanzan
gritos de alarma, se nos amenaza con catástrofes que no son otra cosa que el
miedo a emplear las potencialidades humanas de trabajo y perfeccionamiento más
equilibradamente y en bien de todos, a potenciar la creatividad en todos los
campos para obtener bienes de todo orden, a confiar en la fuerza generadora de
recursos que es una sociedad unida en pos de unos objetivos comunes.
Un horizonte
complejo pero atractivo
Este
siglo que acaba ha sido escenario de grandes acontecimientos para el mundo,
pero también de terroríficos males. En él estamos viendo renacer el mundo de
los valores. Por doquiera que vayamos se encuentran muchos ideales altos, gente
de una talla humana colosal, personas que saben que el costo del futuro pueden
ser sus vidas entregadas sin descanso a servir, a crear empresa, a mejorar la
calidad de la vida, a estructurar la convivencia, y a tratar de construir un
mundo mejor para todos. Pero el horizonte no está despejado del todo.
Hay
factores problemáticos y difíciles, entre los que podemos destacar el
individualismo, la visión materialista de la vida, el afán de placer o
hedonismo, el relativismo moral para el que la conducta depende de las
circunstancias -porque no acepta principios válidos para todos-, la
debilitación de los lazos familiares, la
falta de una fe auténtica y que demuestre con obras aquello en lo que
sinceramente se cree, etc. Vivimos en un mundo en el que todo ha llegado a ser
posible menos lo absolutamente necesario: los bienes esenciales. A pesar de
todo, este sigue siendo un mundo maravilloso, que toca a cada uno descubrir y
cambiar, entender y mejorar. Por eso la calidad total personal es una meta
ambiciosa, que no se puede declarar como obtenida, sino que más bien es una
tensión permanente por hacer las cosas bien, por aprender a obrar en forma
cualitativamente más alta.
La
empresa de ser persona con calidad total es para toda la vida. Si partimos de
este paradigma, tendremos una guía muy útil para la acción y para revisar con
frecuencia la visión y la misión. Decirlo y recordarlo es fácil. Lo más
difícil, pero es lo que toca hacer para que haya futuro en esta empresa, es
hacerlo realidad, venciendo las dificultades, superando los defectos y
deficiencias, corrigiendo los malos hábitos, conociendo el medio en que se
vive. Examinando cada paso que se da, aportando inteligencia, corazón y
entusiasmo a la tarea, y poniendo creatividad en todo lo que se hace, porque
siempre hay manera de mejorar las cosas mejorándose a sí mismo y a los demás.
¿Cuándo hay
calidad total personal?
Una
manera concreta de responder sería decir que hay calidad total personal cuando
en la persona existe autodominio, responsabilidad, sentido del compromiso,
fortaleza en el obrar, credibilidad en la conducta, laboriosidad, espíritu de
servicio...es decir, cuando encarna valores humanos fundamentales. Podemos
enumerar otros muchos junto a los anteriores, pero concluiremos lo mismo: todos
sabemos distinguir una personalidad completa, de categoría, excelente. Bien
sabemos que las cualidades físicas de la persona no son las que la definen,
aunque sea un factor digno de tenerse en cuenta, sobre todo en cuanto mira a
los aspectos externos de la convivencia. Ni tampoco es el considerar sólo su
inteligencia o su capacidad de comunicarse con los demás. Es todo eso y más:
creatividad, voluntad, decisión...Siempre las enumeraciones se quedarán cortas,
aunque nos dan una idea aproximada de por dónde van las cosas.
El
desarrollo humano tiene varias dimensiones: corporal, espiritual, moral,
intelectual, social, afectivo...La persona tiene que avanzar paralelamente en
todos los frentes, dándole quizás prioridad en ciertas épocas de su vida a unos
o a otros, pero manteniendo la unidad, la coherencia entre todos ellos. Nadie
puede decir que ya está suficientemente desarrollado en tal o cual aspecto,
porque no se llega prácticamente a un tope de perfección o de calidad personal.
En parte esto debe servir también como un paradigma: no se trata de
obsesionarse por llegar a una cima cualitativa o de aspirar a una personalidad
extraordinaria y fuera de lo común. Esto incluso puede ser perjudicial para
determinadas personas. En una personalidad armónica y lograda se combinan la
intimidad con la apertura y la capacidad de diálogo, la individualidad y la
sociabilidad, la riqueza interior y la capacidad de amar, la confianza en sí
mismo y, a la vez, la confianza en los demás, la serenidad y la paz interior
con la alegría de vivir.
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