Jorge
Yarce
El
tradicional término “capital” como sinónimo de patrimonio neto o de activos
económicos de una empresa ha
venido adquiriendo en las dos últimas décadas connotaciones diferentes
que acentúan mucho más el valor de sus
intangibles, dando lugar a nuevas conceptos.
Así han surgido los términos
“capital intelectual” o ”capital humano”, “capital social”, “capital cultural”
y “capital moral” que expresan aspectos diversos, todos ellos muy importantes,
centrados, en último término, en la idea de que el principal recurso de las
organizaciones son las personas, sus
conocimientos, su experiencia, su Know how, sus relaciones, sus creencias, sus
tradiciones y valores éticos.
El
capital intelectual es “La suma de todos los conocimientos que le dan fuerza
competitiva a una empresa” (Stewart), es decir, el
conocimiento que posee
su fuerza de trabajo. O el acervo intelectual acumulado (conocimiento,
propiedad intelectual, información, Know how, experiencia) en las personas y en
la organización. Algo así como el “poder cerebral colectivo” o la riqueza
representada en el
conocimiento y el saber hacer individual y corporativo, lo
que podemos llamar sus activos intelectuales.
Nos
indica que el protagonista social por excelencia en la era del conocimiento es
la inteligencia, no la información, que es sólo un aspecto. No basta poseer
información, hay que
saber hacer con ella. El potencial del talento humano, en
este caso primordialmente intelectual, y su crecimiento
interno es lo que convierte a las empresas en organizaciones inteligentes,
auténticas comunidades de aprendizaje, dinámicas, proactivas, flexibles,
competitivas, en constante evolución y adaptación a las necesidades del mercado
y del entorno económico, social y político.
El
capital intelectual es un intangible que trasciende el aporte individual pero
se forma a partir de él. Es lo que permite la creación de valor y lo que hace
dinámicamente sostenible a la organización (Edvinson-Malone), que se debe tener
muy en cuenta a la hora de evaluarla. Algunas empresas, como Skandia, promotora
del concepto de capital intelectual, lo refleja en sus balances.
El
Capital intelectual se suele distinguir en Capital Humano y Capital Estructural
o corporativo. El primero representa las capacidades, conocimientos y
habilidades a nivel personal, y la
incorporación vital personal de los principios, creencias y valores poseídos
por los miembros de la organización. El segundo representa la estructura
organizacional, las marcas y patentes, el know how, la capacidad organizativa,
las posibilidades de los clientes, el software, las relaciones y otros
intangibles que pueden ser poseídos y negociados por la empresa. La mayor parte de estos activos no figuran
en los libros. Están escondidos o son invisibles, inmateriales, pero si fueran
a valorarse, el patrimonio en libros aumentaría significativamente.
El
capital intelectual es un activo variable, para compartir. Nadie aprende solo,
ni se realiza solo, ni trabaja solo. De ahí que la comunidad de aprendizaje
garantice la sinergia de muchas inteligencias en pos del mismo
objetivo: alinear la organización
en torno a una tarea cierta, autogestionada y autocontrolada, que implica que todos
en ella tienen que ejercer activamente su inteligencia, sus conocimientos, su
saber-hacer, en busca de innovar y mejorar procesos y resultados, apoyados
también en la inteligencia y memoria corporativas.
El
capital social “Son las normas y redes que le permiten a la gente actuar de
manera colectiva” (Woolcock-Narayan), es decir,
el entramado de relaciones que hace posible la acción de un individuo o
de una empresa. Lo expresa la frase “No es lo que sabes sino con quien te
relacionas”. El concepto de capital social fue
desarrollado por James
Coleman quien usó el término para designar un recurso que emerge de
"lazos sociales", y por Pierre Bourdieu, quien lo usó para denominar
las ventajas y oportunidades que obtienen las personas al
constituirse en miembros de
ciertas "comunidades" (empresariales, cívicas, culturales, etc.)
Incluye valores, normas, actitudes, confianza y redes. Putnam afirma que el
capital social está comprendido por aquellos factores que se encuentran dentro
de una comunidad y que facilitan la coordinación y la cooperación para obtener
beneficios mutuos. Esto significa que si uno trabaja en una comunidad donde hay
confianza, valores, redes y aspectos similares, el resultado será más efectivo
que el trabajo realizado dentro de una comunidad donde no existen. Aspectos
importantes de ese capital, según Woolcock y Naranyan son la confianza y
la reciprocidad. Hay
un capital social que une y otro que tiende puentes para lograr que los
individuos y las comunidades tengan un mejor acceso de unos a otros.
Los
nueve campos en los que se ha tratado de aplicar el concepto han sido: familia
y comportamiento juvenil, escolarización y educación, vida comunitaria, trabajo
y organizaciones, democracia y calidad de gobierno, acción colectiva, salud
pública y medio ambiente, delincuencia y violencia, y desarrollo económico. Y
las cuatro perspectivas en las que se
ha movido la
aplicación del concepto son: la visión comunitaria, la visión de redes,
la visión institucional y la visión sinérgica.
La
visión comunitaria identifica el capital social con organizaciones,
asociaciones y grupos cívicos. La
visión de redes destaca la importancia que tienen las
asociaciones verticales y horizontales de personas y
las relaciones que
se dan entre organizaciones,
grupos y empresas (la familia y la comunidad constituyen un foco de interés
prioritario). La visión institucional “sostiene que la vitalidad de las redes
comunitarias y la sociedad civil es el resultado de un contexto político, legal
e institucional” (Woolcock-Narayan). O sea, “la capacidad de los grupos
sociales de movilizarse por intereses colectivos depende precisamente de la
calidad de las instituciones formales con las cuales funcionan (North)”.
La
visión sinérgica estudia la complementariedad entre el trabajo de las redes y
las instituciones. “Cuando el capital social de una sociedad es principalmente inherente
a grupos sociales sin conexión
entre sí, los grupos más poderosos controlan
el estado, lo que resulta en exclusión de los demás”
(Woolcock-Naranyan).
Esta última perspectiva es muy importante para que en la organización,
cualquiera que sea, se identifiquen la naturaleza y alcance de las relaciones
sociales, o sea el capital social construido por lazos de unión y de tender
puentes, y determinar las manifestaciones positivas de cooperación, confianza y
eficiencia para compensar el sectarismo, el aislacionalismo y la corrupción.
El
capital social ofrece una riqueza de matices
útiles para cualquier organización, haciendo siempre
hincapié en la calidad
de las relaciones y
en la forma de
actuar colectivamente. Pensemos,
por ejemplo, en la importancia de analizar el capital social de la familia y de
las instituciones educativas, por todo lo que supone para la vida de los individuos
y su realización personal y social. Igualmente cabe destacar la relación que
existe entre capital social, capital intelectual, capital cultural y capital
moral, ya que no se trata de conceptos aislados
sino, por el
contrario, plenamente complementarios entre
sí para explicar la centralidad de la persona humana en cualquier tipo
de organización.
El
capital cultural lo constituye el sistema de creencias, valores, tradiciones y
hábitos, como forma aceptada y estable de interrelación y de relaciones
sociales típicas de cada organización” (Chiavenato). Podríamos
decir también que abarca la
peculiar concepción de la empresa, la persona y el trabajo y la forma de
entender el liderazgo, el trabajo en equipo y la responsabilidad social de cada
organización.
Implica
este capital un conjunto de significados que se comparten entre los miembros
de la
organización y que los identifican y
diferencian frente a
otros. Son reconocibles entre ellos y también los reconocen los clientes
o beneficiarios de sus productos o servicios. A veces tienen que ver con el
clima organizativo que es observable en la empresa y con cierto estilo humano de
hacer las cosas.
Son conductas sociales que van institucionalizando poco a poco y que con
el tiempo se hacen propias de una organización.
No
es fácil desglosar y explicar en pocas palabras el concepto de cultura en la
empresa por su complejidad y su carácter dinámico. En la práctica actúa como un
marco de referencia para el comportamiento y, a la vez, significa ese
comportamiento en cuanto
patrón para los que la integran.
Tienen que ver con ella los símbolos, las tradiciones, las creencias que se han
ido conformando y compartiendo a lo
largo de los
años. Tiene mucho de inmaterial pero tiende a expresarse en
manifestaciones concretas, sobre todo al nivel de los símbolos que son una
forma de lenguaje común. En sentido amplio la cultura abarca los valores
corporativos. Aquí, usando la palabra cultura en sentido restringido, colocamos
los valores –sin escindirlos de la cultura- como base del capital moral, sobre
todo los de tipo ético, es decir, con consecuencias en el orden
del obrar recto.
Los cambios
y transformaciones producen
cambios en la cultura. Tal como sucede con la tecnología o con las estructuras
organizativas, las tendencias culturales, van marcando rumbos diferentes y
nuevos a las empresas, como ocurre con todo lo relacionado con el medio
ambiente, por ejemplo. Tiene que ver
con la flexibilidad que
permita cambios permanentes, con
la concepción de la autoridad y la jerarquía, que va cada vez más hacia
fórmulas de participación y horizontalidad y con el trabajo en equipo y al
aprendizaje constante que marcan senderos muy claros a la cultura corporativa
de hoy.
El
capital moral se refiere más específicamente a los valores éticos que son como
el nervio central de la cultura de la empresa y de su peculiar forma de operar
en un medio determinado. Por supuesto que hace relación a ciertos principios
universales, validos para todos que, a su vez, inspiran valores subjetivos y
que las personas concretas encarnan en hábitos estables llamados virtudes. La
corporación como tal no posee virtudes. Estas son propias de las personas.
Así
como se dice que el capital intelectual es
un intangible compuesto por
lo que individualmente las
personas saben y saben-hacer y por lo que la entidad como tal sabe y
sabe-hacer, el capital moral cuenta con los principios y valores éticos
practicados a nivel
personal y proyectados
corporativamente. Es decir con la forma como las personas se comportan en orden
al logro de unos fines y como la empresa actúa en relación con ellos en
términos de rectitud moral.
A
veces los códigos éticos, las cartas de valores, las declaraciones estratégicas
de principios y valores u otros instrumentos semejantes, indican las pautas
principales o los elementos a partir de los cuales se deberán incrementar los
activos morales de dicho capital. Todo ello requiere una constante inteligencia
política y una voluntad que oriente a los diferentes grupos, equipos,
directivos y empleados en ese sentido,
de modo que
en la práctica se logre la
vivencia de valores que abran
paso a creencias, actitudes y costumbres que denotan la responsabilidad ética
de todos.
Las empresas
pueden por sí
mismas lograr los beneficios económicos, personales y sociales,
manteniendo y mejorando su rentabilidad, si están fundamentadas en
valores éticos. La ética en ellas no
puede ser una simple moda que se predica o que lleva a la
definición de unos valores o a la
formulación de un código ético. Es mucho más que eso. Es una forma de conducta
en torno a las prácticas que están bien y a las que están mal. Si en el entorno
hay la idea de que se soborna a los empleados oficiales para
obtener unas patentes,
y que no hay otra vía, la organización reacciona oponiéndose a
dicha práctica porque hay en ella
unos principios éticos que le impiden proceder de esa manera. Y lo mismo pasa
en el sector privado.
“Sin
moral –lo dice un clásico del pensamiento, San Agustín– los imperios, los
reinos y los principados –hoy diríamos los
estados– no son sino
empresas de bandolerismo”.
Terrible admonición que vemos convertida en dolorosa realidad allí donde
campean la corrupción a todos los niveles y la falta de auténticos valores.
El
problema es que sin unos pocos principios
válidos para todos,
sin una Ética que responda a
exigencias esenciales de la naturaleza humana, no puede haber una garantía
para la convivencia, que esté por encima de cada uno de los miembros de la
sociedad. De lo contrario queda todo al arbitrio de quien tenga el poder de
elección.
Frente a
esas manifestaciones surge la importancia y la urgencia de afirmar la
ética y eso es lo que estamos viendo en todas las sociedades, en el mundo de la
empresa, en el mundo de la política y en la vida personal.
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