Querer Vivir Siempre

El ser humano está hecho para trascender, para no quedarse en lo que es, sino para ir más allá, para buscar una plenitud que está en él pero, a la vez, fuera de él. Hay algo en él que se resiste a morir y que le impulsa a querer vivir siempre, a pesar de la ineludible muerte que lo acecha y que llegará un día. Parece una tremenda contradicción pero no lo es. Forma parte de la complejidad de su ser esa aparente contradicción y el tratar de resolver  los interrogantes vitales  a  los  que lleva. No hace falta ser filósofo.




Esa es una cita inevitable de toda persona, tarde o temprano en su vida, a veces a raíz de acontecimientos dolorosos y otras, de repente a raíz de acontecimientos elementales, sin ninguna apariencia de extraordinarios, ni provocados por nadie desde fuera. Es como si el corazón no aguantara más y estallara pidiendo una explicación.



Todo esto ocurre precisamente porque hay en   la   persona   un   núcleo   espiritual   que pervive,  un  afán  de  inmortalidad  que  tiene una  razón  de  ser,  su  propia  alma  que  no corre la suerte del cuerpo que se disuelve en sus  elementos físicos. El hecho  de que  la persona conozca a través de ideas constituye una pista para entender que sólo el ser humano   es   capaz   de   percibir   lo   que trasciende a la materia, y que no puede ser material, pues sería imposible que pudiera captar lo inmaterial, como las ideas, o como la verdad, que coloca al ser humano frente a algo de carácter absoluto.



Ahí es donde reside la causa de esos misterios, de esas realidades no conocidas completamente, de ese algo escondido que mantiene en vilo al hombre. Es porque su espíritu es inmortal, tiene una estructura que no se puede descifrar del todo, porque su entraña no es material.



Es   la   conciencia   la   que   certifica   esa situación, ese querer sustraerse de la ley de la mortalidad, que sólo es posible desde algo que no es mortal. De lo contrario el hombre no se preguntaría nada sobre la trascendencia. Si todo termina con la muerte, entonces la vida pierde su sentido. Es como si se pasara una segadora que corta de un tajo la felicidad y el amor, todo aquello por lo cual vivimos y por lo cual estamos incluso dispuestos a morir con tal de no perderlo.



Si todo acaba ahí, si deja de tener sentido, la vida no sería más que una gran estafa, estaríamos corriendo toda una vida tras del más inútil de los ideales. Pero no hay tal estafa   porque   el   único   ser   capaz   de plantearse este dilema (o muerte o inmortalidad) somos nosotros.  No sabríamos tampoco dar razón de la libertad, que hace posible que demos respuestas en uno u otro sentido, que escojamos uno u otro camino, incluso al margen de Dios.




Está claro, como dice Escrivá, que “Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad”, y no parece que quisiera arrepentirse de habernos   concedido   ese   don   que   hace posible los demás dones en nuestra vida.




Nos podemos plantear todos esos interrogantes porque somos libres y porque en nosotros hay algo que es inmaterial que hace posible que soñemos, que busquemos la felicidad, que sintamos la incertidumbre del amor y de la muerte, que pensemos, que queramos, que ejerzamos unas potencias espirituales que poseen una intencionalidad que atraviesa el tiempo y va más allá del tiempo.



Por eso la experiencia de la muerte, de los demás y lpropia, es un drama tan fuerte para el hombre porque se ponen en máxima tensión y ruptura el fundamento espiritual y el material. Se necesitan el uno al otro, y no quieren vivir separados el uno del otro, pero cuando llega la inevitable separación del cuerpo, el alma se resiste a quedarse sola aunque sea capaz de sobrevivir al cuerpo, porque ya no estará en un ser completo, sino sólo en su espíritu.



Trascendencia absoluta



La trascendencia de la que hemos venido hablando ya no es sólo la trascendencia en cuanto importancia sobresaliente que se quiere dar a algo o el dinamismo propio del conocimiento y del querer humano, que remiten al sujeto, o la presencia de esas realidades enigmáticas a las que se enfrenta el  ser  humano  desde  su  espíritu  y  que tienden  a  sacarlo  de  sí  mismo,  a  ponerlo fuera del tiempo porque en el fondo él tienen en sí mismo una fuerza espiritual que lo lleva a pervivir más allá del tiempo.



Aquí ya está cercano otro significado de la trascendencia: la manifestación de un otro absoluto, un principio fundamentador de la existencia humana, una causa o principio supremo al que llamamos Dios. Entonces surge la trascendencia como afirmación de la relación con ese Otro que da cuenta de la existencia de la vida humana y está en una relación directa con su sentido, con su felicidad, con la razón de ser del amor, del dolor, de la muerte, de la justicia o del mal.



Todas los demás tipos de trascendencia son formas de una trascendencia relativa, referidas al propio sujeto, a las cosas o a las demás persona. Y relativas frente a la única trascendencia absoluta. Por ejemplo, cuando se dice que para una persona el trabajo tiene una trascendencia espiritual porque acerca a Dios, porque trabajando la persona cumple un designio de alguien que lo puso en el mundo para que lo trabajara y lo dignificara, porque es participación, en cierto modo, del poder creador de Dios.




Ya estamos en un plano diferente de aquel en que nos movíamos antes. Estamos ahora dando  por  supuesta  la  trascendencia absoluta, afirmando ese Otro distinto completamente de nosotros, que excede nuestros límites naturales, de ahí que podamos   decir   que   el   plano   ya   no   es solamente natural sino sobrenatural. En el ejemplo se conecta la actividad humana con un plano distinto y superior pero complementario, el de la fe en Dios.



En  este  plano  es  el  propio  de  la  religión, como esa relación real (“religación” literalmente hablando), no simplemente imaginaria, del hombre con Dios, que se descubre en la vida humana y que no necesariamente depende de una fe religiosa previamente aceptada o recibida.



A ella se llega de muchos modos, bien sea por explicaciones racionales que permiten descubrirla,  bien  por  la  mirada  sobre  el sentido de la propia vida, bien por la experiencia de otras personas. Podríamos decir   que   por   distintos   caminos   el   ser humano llega a una religiosidad a través de la cual descubre la trascendencia absoluta (la del Otro) en su vida.



Incluso se habla de una religiosidad natural que se da en muchísimas personas prescindiendo de su vinculación explícita con una religión. Para mucha gente es como un paso previo, un hallazgo que sobreviene sin pensarlo mucho, o como fruto de una búsqueda más o menos intelectual. Pero también puede llegar, inicial o complementariamente, a         aquel descubrimiento  por  la  fe  religiosa  explícita que se le comunica a través de un sistema de creencias que proceden no de su razón sino  de  una  fe  revelada,  manifestada  por Dios mismo y conocida a través de otros creyentes, que es el conducto normal para que tenga lugar ese conocimiento.



O, en otros casos, porque se trata de la fe religiosa recibida de los padres en la familia, sin preguntarle al interesado puesto que no está en condiciones de hacerse cuando se trata del comienzo de una vida. Así como se le da el alimento físico, se le entrega el alimento espiritual, que no tiene por qué hacerle daño. Otra cosa es que esa persona asuma con racionalidad y libertad la aceptación de ese legado conforme crece en la vida.



Todo eso lleva al ser humano a un comportamiento  y  a  unas  manifestaciones que constituyen formas de diálogo, de entrar en contacto con Dios, que se le presentan como  un  llamado  libre  al  que  debe responder, en el fondo, sólo desde su propia interioridad.  Todos  los  hábitos  y  creencias que la persona ha recibido, y que procura vivir y entender, no le bastan por sí mismas, aunque representen un bien espiritual.




Todo ello adquiere un sentido pleno cuando desde su intimidad se abre, libre y conscientemente,  a esa  realidad trascendente, al Otro absoluto que es, a su vez, Amor, desde el cual y para el cual, conecta  todas las demás realidades de  su vida,  que  adquieren  una  nueva  dimensión, una luz que penetra hondamente todos sus actos, dando también razón de su comportamiento moral y reforzando los valores éticos que la persona cultiva.

No hay comentarios:

Publicar un comentario