Trascendencia significa
etimológicamente cruzar más allá, al otro lado, ir más allá del horizonte. En
el lenguaje corriente algo tiene trascendencia
porque tiene cierta importancia. Decimos que hay que dar
trascendencia al trabajo que hacemos, para significar que
no se debe
quedar simplemente en los resultados materiales, económicos, sicológicos
o intelectuales de lo que hacemos, porque
pensamos que ese algo tiene que ir más allá, debe estar
dotado de una significación, de
un sentido que supera todas aquellas significaciones.
Se dice, por ejemplo, que el
trabajo tiene una trascendencia social para indicar que repercute en la
familia, en un grupo social determinado o en la sociedad entera. No sólo que
tiene importancia para el individuo sino que sus efectos van mucho más allá de
la persona que lo realiza. Cuando algo trasciende es porque va más allá de
nosotros mismos, nos lleva fuera de nosotros mismos, en cierto modo nos saca de
nuestra propia subjetividad.
En otro nivel distinto al
anterior, podemos hablar de trascendencia en la actividad de la inteligencia,
en el conocimiento, o en la actividad de la voluntad, en el querer.
Precisamente porque trascienden, esas operaciones no se quedan en el sujeto que
conoce o que quiere, o en el objeto conocido sino que van siempre a más.
En realidad conocer es
conocer, conocer, conocer…que
trasciende a lo
conocido, y querer es
siempre querer, querer,
querer, que trasciende a lo querido. Son actividades dirigidas a
lo que está
fuera de él,
a las cosas, o a las otras
personas. Lo que trasciende se opone a lo que permanece en uno, a lo inmanente.
A veces se habla de ciertos
conceptos trascendentales, propios de todo ser, como la verdad, la belleza y la
bondad. Trascienden a un ser en
concreto y se pueden
aplicar a todos. También cuando
se habla de la trascendentalita del conocimiento respecto del objeto, o de éste
en cuanto trasciende al sujeto. Pero se trata de discusiones propias de la
filosofía, con términos que sería necesario explicar cuidadosamente. Lo que
quiero señalar es que la trascendencia puede ser tratada a diferentes niveles.
Me interesa aquí destacar
que la trascendencia la aplicamos a cosas que se ocultan a nuestros ojos o a
nuestra inteligencia, que no podemos comprender fácilmente, que
no son conocidas
como lo son la mayoría de las demás cosas, pues permanecen
ocultas en cierto modo, escondidas.
Es lo que pasa con ciertos
enigmas de la naturaleza, con el origen de la vida o del universo, por ejemplo,
pero que también ocurre con el
sentido de la
vida o de la
libertad humana, con los deseos que hay en el corazón humano de ir más allá, de
superar las barreras del tiempo, de tratar de aventurarse en el futuro
incierto, o de querer vivir siempre y permanecer por encima del tiempo.
Ahí la trascendencia se
acerca a lo que podemos llamar el misterio, lo escondido profundo, lo que puede
dar razón de nosotros mismos pero que no es completamente accesible a la vista
y al conocimiento racional, incluso al corazón o
a los sentimientos. No lo entendemos de entrada, no podemos abarcarlo, no
depende de nosotros mismos.
El
misterio que nos ronda
Tenemos experiencias en lo
humano, como huellas cercanas del misterio, que nos dan pistas de que hay algo
más: por ejemplo cuando alguien nos quiere de verdad y se separa de nosotros, queda
una presencia mensajera que nos habla y nos dice que, a pesar de
las barreras del
espacio y del tiempo, esa persona vive en nosotros.
Lo cual
ocurre también en
la separación física definitiva,
o cuando una madre espera un hijo tiene, que tiene la vivencia de lo
desconocido, de lo que la trasciende porque es otra vida a la que ella ha
concurrido pero que la supera misteriosamente.
Nadie nos puede arrebatar
ese ser, y en el colmo de la desesperación a veces alcanzamos a exclamar que
“Dios nos ha arrebatado a esa persona”, la ha llamado, según nuestros
criterios, cuando no tocaba, cuando no esperábamos o cuando tenía toda la vida
por delante.
Ahí dejamos
entrever que acudimos
a alguien que nos trasciende completamente y que dispone de la vida
porque la ha dado primero. Pero, igualmente, la vivencia del amor auténtico nos
lleva a comprobar la afirmación de que “el amor es más fuerte que la muerte”,
porque así lo sentimos y así lo refrenda la experiencia de personas que se han
querido profundamente y que la separación de la muerte les lleva a permanecer
amándose. La trascendencia es dimensión de la vida humana, pero no se reduce a
ella. Otra forma de experimentarla es, por ejemplo, la vivencia del dolor. No
lo sabemos explicar claramente, pero lo sentimos profundamente.
La muerte es como una
categoría suprema de la experiencia del dolor. Cuando alguien se muere, decía
Unamuno, en realidad “se nos muere”, representa un desgarro de nuestro ser,
sobre todo si se trata de una persona querida, de una persona que está en la
esfera de nuestra intimidad.
En la muerte, la
trascendencia está llamando a
nuestra puerta de una manera
singular, muy especial. No sólo si se trata de la muerte de los otros,
también de la nuestra, cuando pensamos lo que significa, el horizonte a que nos
abre o la cerrazón que se nos echa encima.
Ahí, aunque no lo
quisiéramos, estamos siendo confrontados por la trascendencia, por el sentido
último de la vida, por la razón final de la felicidad, por el
significado definitivo del amor, por la explicación consistente de la justicia,
por la comprensión del destino, por la justificación del dolor o por la razón
de ser del mal.
Son realidades enigmáticas,
misteriosas que sacuden nuestra existencia, que nos hacen ver la vida en serio
y que sólo se pueden responder desde el espíritu. La trascendencia y lo
espiritual están hechos la una para el otro.
Sólo la fuerza
del espíritu humano puede acercarse a la trascendencia y
tratar de entenderla. Además, el ser humano es el único entre los seres que
puede conocer y darse cuenta de lo que le trasciende. Las personas se dan
cuenta que su ser no se agota en sí mismas, que ser persona es, de alguna
manera, tender un puente al infinito.
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